Noticia de un secuestro en Ezeiza

El libro del periodista Demián Verduga narra la detención ilegal de Nélida Azucena Sosa de Forti y cinco de sus seis hijos en febrero de 1977, cuando estaban a bordo de un avión para viajar a Venezuela, donde iban a exiliarse.   


1 Recién se despertaba y seguía acostado en el colchón, en el piso. Las luces de la pieza estaban apagadas y la puerta estaba abierta. Escuchó un diálogo que venía del pasillo:
–¿Dónde pongo esto?
–Ahí están los documentos. Dejalo, porque si se pierde algún papel no vamos a poder viajar.
–Bueno.
Alfredo Forti había reconocido las voces, la de su mamá, Nélida Azucena, a quien todos llamaban Nelly, y la de Guillermo, el menor de sus cinco hermanos. Agarró su reloj del piso y lo ubicó de modo que mirara hacia la luz que se metía por la puerta abierta. Las agujas daban las cinco de la mañana.
A las siete, él y su familia tenían que estar en el aeropuerto internacional de Ezeiza. Debían presentarse dos horas antes de la partida del vuelo 284 de Aerolíneas Argentinas que los llevaría a Caracas, Venezuela. Alfredo calculó que Roberto, el amigo de su mamá que los acompañaría, pasaría a buscarlos a las seis para poder llegar a horario.
Se levantó y salió de la habitación. Caminó por el pasillo y se detuvo antes de entrar al living, donde estaban su mamá y sus cuatro hermanos. Se quedó mirándolos. Mario, de trece años, estaba sentado en la alfombra y envolvía un frasco con un suéter. Renato, de doce, dormía en una silla con la cabeza tirada hacia atrás. Néstor, de once, mantenía la cortina de la ventana corrida con una mano y miraba hacia la calle. Guillermo, de ocho años, sostenía un bulto de ropa parado al lado de Nelly, que doblaba una remera.
La única que faltaba era Silvana, la mayor, de diecisiete años. Se había quedado en Tucumán, en casa de la abuela materna, preparando una materia del colegio que debía rendir en marzo. Después de dar el examen viajaría a Venezuela.
Tampoco estaba el padre de la familia, que se llamaba igual que su primer hijo varón: Alfredo Forti. Él se había ido a Venezuela un mes y medio antes para terminar los detalles de su contrato de trabajo.
Alfredo, que tenía dieciséis años en ese momento, seguía en el pasillo mirando hacia el living.
–¿Qué haces ahí? –le preguntó Nelly cuando lo vio–. Tus valijas están cerradas. ¿Tenés todo listo?
–Dejé las cosas preparadas anoche.
Su mamá tomó un pantalón del bulto de ropa que sostenía Guillermo. Lo apoyó sobre el sillón, y mientras lo doblaba dijo:
–Si querés revisar, hacelo ahora. Cuando Roberto toque el timbre tenemos que bajar enseguida. No podemos hacerlo esperar.
–No necesito revisar –dijo Alfredo–. ¿En cuánto tiempo llega Roberto exactamente?
Mario, sentado en la alfombra, apretaba con una mano la tapa de la valija para ajustar el cierre. Miró a Alfredo.
–En una hora.
Alfredo cruzó el living. Se paró a un costado de la ventana. Corrió la cortina con una mano y vio a Néstor, en la otra punta, con la cara pegada al vidrio.
–¿Qué estás mirando?
–Nada.
El departamento en el que se habían instalado, en el barrio de San Cristóbal, quedaba frente a la plaza Martín Fierro. Alfredo miró hacia la vereda de enfrente. Había un árbol iluminado desde atrás por un farol. El árbol parecía la sombra de un hombre con seis brazos. “¿Será mejor salir cuando todavía esté oscuro o cuando haya luz?”, se preguntó Alfredo. “Si está oscuro no hay movimiento en la ciudad y llamaríamos la atención; en cambio, de día, hay gente saliendo a trabajar y eso nos ayudaría a pasar desapercibidos.” Se dio cuenta de que continuaba habitado por las dudas que casi no lo habían dejado dormir. Sabía que no podía manejar cada movimiento, cada detalle, pero le era imposible controlar sus pensamientos.
Sus padres habían planeado durante casi un año el viaje para huir de la dictadura de Jorge Rafael Videla. Habían tomado la decisión luego del golpe militar que se produjo el 24 de marzo de 1976. En el matrimonio Forti, la mamá de Alfredo, Nelly, era quien más se dedicaba al activismo político.
Había militado en el sindicato de empleados municipales de Tucumán; había hecho trabajo social en los barrios más pobres de esa provincia. Tenía contacto con miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), Montoneros y la Juventud Peronista. Muchos de ellos eran amigos de la infancia y la adolescencia que se habían volcado a la militancia en sus distintas formas. Cuando se produjo el golpe de Estado, Nelly ya había visto morir, desaparecer o transformarse en presos políticos a varios de sus amigos y compañeros. En Tucumán la represión había comenzado un año antes del golpe, con el Operativo Independencia del gobierno de Isabel Perón.
Alfredo seguía mirando por la ventana la plaza Martín Fierro y el árbol iluminado desde atrás por el farol. Lo invadía el temor de que todo saliera mal en el último instante.
 
A las seis en punto escuchó el timbre del portero eléctrico.
Esperaba, con sus cuatro hermanos, sentado en los sillones del living. Su mamá atendió y miró a sus hijos.
–Es Roberto. Está con los taxis abajo –se puso el tubo del portero en la oreja. Prestó atención a lo que le decían del otro lado y contestó–: No te preocupes. Está todo listo.
Los hermanos Forti se pusieron de pie. Alfredo vio a Alberto González y a su mujer, Aide. Habían salido de su habitación y venían por el pasillo vestidos con ropa de gimnasia.
Alberto era el dueño del departamento en el que estaban los Forti, que se habían instalado allí hacía dos meses, cuando dejaron definitivamente Tucumán y se trasladaron a Buenos Aires. Alberto era amigo de Nelly. La conocía desde la adolescencia. Habían hecho juntos el colegio secundario en Tucumán.
–Organicémonos un poco –dijo, y se paró en el centro del living–. Somos varios, hay muchas valijas y un solo ascensor.
Creo que lo mejor es que vayamos por tandas, de a dos, y con las valijas que se puedan cargar.
–Como sea, vamos –dijo Nelly.
Los primeros en salir fueron Alfredo y Guillermo. Llegaron a la planta baja. Alfredo tomó la valija más pesada y la arrastró por el hall hasta la puerta. Guillermo fue detrás de él llevando una más liviana. Roberto esperaba en la vereda.
Alfredo lo vio a través del vidrio. Unos pasos más allá, junto al cordón, había dos taxis estacionados. El cielo tenía un color azul eléctrico y los faroles de la calle estaban encendidos. Roberto se dio vuelta y vio a Alfredo. Acercó la cara al vidrio de la puerta y puso las manos a los costados de su boca.
–¿Y el resto?
–Ahora vienen –contestó Alfredo, y el eco de su voz resonó en el hall.
 
Néstor bajó en el ascensor con Alberto, Mario con Renato y Nelly con Aide. Todos llevaron valijas. Se reunieron en el hall. Alberto abrió la puerta del edificio y salieron a la vereda.
–Tenemos que guardar las cosas en los baúles de los autos –dijo Roberto.
Volvieron a repartirse el equipaje.
Luego de meter sus cosas en el baúl del taxi, Alfredo se acercó a sus hermanos y a su mamá, que se habían parado en círculo delante de la puerta del edificio. En medio de la ronda estaban Alberto y Aide. Nelly se ubicó frente a los dos y los envolvió en el mismo abrazo.
–Ya saben cuánto les agradezco que nos hayas recibido.
–Cuando haga falta, acá estamos –dijo Alberto.
–Tenemos que tratar de no llamar demasiado la atención –dijo Roberto–. No podemos quedarnos mucho tiempo acá.
Se distribuyeron en los dos taxis; cuatro se subieron al Peugeot y tres al Fiat. Alfredo se sentó junto al chofer en el Peugeot. Su mamá iba en el asiento de atrás con Guillermo y Mario.
–Al hotel Colón –dijo–. Está en…
–No se preocupe, señora –dijo el chofer y puso primera–. Su amigo ya nos dijo adónde van.
Alfredo miró por su ventana. Alberto y su mujer se habían quedado en la vereda. Él le pasaba el brazo por la espalda a Aide y le tomaba el hombro. La imagen se alejaba despacio.
El taxi anduvo por las calles adoquinadas de Caseros. Se veían las casas antiguas con las persianas de hierro despintadas. Había comenzado a amanecer y el cielo tenía un color grisáceo. El auto dobló por la avenida 9 de Julio y tomó por uno de sus diez carriles. Las veredas estaban vacías, los bares y los negocios, cerrados. Alfredo se sorprendió al darse cuenta de que no sentía tristeza. Había imaginado varias veces este momento, el trayecto hasta Ezeiza, y siempre le había despertado una gran melancolía. Pero ahora que lo vivía sólo quería que las cosas salieran bien y que él y su familia pudieran irse del país. Le preocupaban los trámites de Migraciones y los controles militares en el aeropuerto. Había ayudado a su mamá a revisar los documentos una y otra vez, pero temía que algún detalle se les hubiera escapado.
Los autos estacionaron frente al hotel Colón. Alfredo, sus hermanos, su mamá y Roberto bajaron las valijas y se formaron al final de una fila de personas que esperaban para subir al micro de la empresa Manuel Tienda León, que los llevaría hasta Ezeiza.
 
2
 
La puerta se abrió y entraron al hall del aeropuerto. Alfredo se sorprendió por la cantidad de luz. Los rayos del sol se metían por el ventanal y se reflejaban en las baldosas. Había varias filas de pasajeros. Alfredo, sus hermanos y Roberto esperaban, mientras Nelly buscaba con la mirada el mostrador de Aerolíneas Argentinas que les correspondía.
Unos pasos más allá había una pareja con dos chicos. Los nenes se peleaban tironeándose de la remera. La mujer y el hombre miraban los pasajes, dirigían la vista hacia los mostradores y volvían a mirar los pasajes. La mujer tomó a uno de los nenes del brazo y lo zamarreó.
–¡Basta, Joaquín!
–Empezó él –dijo el niño, y señaló al otro con el dedo.
–¡Vos también! –le dijo la mujer al otro chico.
Alfredo se preguntó si alguna de esas personas podía imaginar por qué él y su familia estaban ahí, si habría alguien en la misma situación. “Seguramente no”, pensó. Entonces se preguntó si eso sería lo mejor para que no los descubriesen y…
–Es allá en el medio –escuchó.
Giró la cabeza. Su mamá señalaba una fila de pasajeros en la mitad del hall. La fila desembocaba en un mostrador. Detrás de la chica que lo atendía había un cartel: “Aerolíneas Argentinas. Vuelo 284. Caracas”.
Caminaron hacia allá. Llevaban las valijas en dos carritos.
–¿Se puede ver cómo suben las cosas a la panza del avión? –preguntó Guillermo, el menor.
–No creo –contestó Nelly–. Pero vas a ver los aviones estacionados esperando a los pasajeros.
Se formaron. Roberto miró por encima del hombro hacia la puerta principal.
–Yo me voy a despedir acá. Es mejor así.
Le dio un abrazo a Nelly y luego saludó a cada uno de los hermanos Forti; cuando se acercó a Alfredo le apoyó una mano en el hombro.
–Todo va a salir bien. Mandale un gran abrazo a tu viejo.
Se dio vuelta y caminó unos pasos hacia la puerta. Se detuvo. Giró la cabeza y miró hacia atrás.
–Cuando el colectivo que los lleva hasta el avión pase por una reja amarilla, miren. Yo voy a estar ahí para saludarlos.
La joven que atendía el mostrador de Aerolíneas sonrió.
–Necesito los pasajes y los pasaportes.
Nelly sacó los documentos de su cartera; los tenía todos juntos, atados con una banda elástica. Alfredo, Mario y Renato empezaron a poner las valijas en la balanza junto al mostrador.
Un hombre miraba en el indicador cuánto pesaban y les ataba un cartón en la manija. Alfredo, cada tanto, dirigía la vista hacia la chica que revisaba los documentos. Ella tenía una expresión distendida en sus ojos claros. Alfredo pensó que era una señal de que todo estaba bien.
–¿Tiene el permiso de salida del padre? –preguntó la chica.
–Claro que sí –dijo Nelly.
Alfredo dejó una valija en la balanza y miró la situación.
Su mamá apoyó la cartera sobre el mostrador y la abrió. Antes de que sacara el papel, la chica apoyó su mano sobre la cartera.
–No se preocupe. No hace falta que me lo muestre a mí. Se lo preguntaba porque si no lo tiene no la van a dejar pasar en Migraciones.
Alfredo recordó lo complicado que había sido el trámite para conseguir el permiso de salida. Tuvieron que hacerlo porque Forti padre viajó antes que el resto de la familia.
La chica de Aerolíneas ató con la misma banda elástica los pasajes y los pasaportes. Se los devolvió a Nelly y puso los pases de abordar sobre el mostrador.
–Acá están los seis asientos. Van a viajar en dos filas en la zona de no fumadores. Y éstos son los tickets de las valijas.
–Gracias –dijo Nelly, y guardó todo.
 
Subieron por la escalera mecánica un piso hasta el salón de Migraciones, que era amplio y alfombrado. Había tres garitas al fondo y una fila de pasajeros delante de cada una de ellas.
Los Forti se formaron en la del medio. Faltaba sólo una pareja para que llegara su turno. Alfredo vio por un espacio que quedaba entre el hombre y la mujer al tipo que atendía dentro de la garita: usaba camisa celeste con insignias en los hombros y tenía cara gorda y pelo engominado.
La pareja terminó su trámite. Alfredo y su mamá avanzaron. Nelly deslizó los pasaportes por una pequeña abertura en la parte baja del vidrio de la garita. El hombre de cara gorda tomó los pasaportes y los revisó. Después los dejó apilados.
–Falta el permiso de salida del padre –dijo.
Nelly sacó el documento de la cartera. Lo deslizó por la abertura. El hombre lo miró. Tomó los pasaportes, los selló uno por uno y los devolvió deslizándolos por la abertura. Alfredo clavó la mirada en el permiso de salida de su papá. Había quedado sobre el mostrador, del otro lado del vidrio. “¿Por qué no lo devolvió?”, se preguntó. El gordo indicó con el dedo que podían seguir por el costado. Nelly fue primero. Alfredo y sus hermanos la siguieron.
La sala de embarque tenía grandes ventanales. Los Forti se habían ubicado de pie frente a uno. Se veían los aviones estacionados y, más allá, otro avión que avanzaba a gran velocidad por la pista. La aeronave levantó la nariz y se elevó.
–¿Cuál será el nuestro? –preguntó Guillermo.
Renato señaló cuatro aviones pintados de blanco con una franja azul.
–Todos esos son de Aerolíneas Argentinas. Alguno podría ser el nuestro.
Alfredo estaba parado junto a su mamá. Giró la cabeza.
Nelly lo miró con sus ojos marrón claro. Alfredo acercó la boca al oído de su madre y le habló en voz muy baja:
–El tipo de Migraciones se quedó con el permiso de salida de papá.
–Debe ser la rutina. No te preocupes.
Nelly volvió a mirar los aviones por el ventanal. 
 
Se escuchó una voz que provenía de los parlantes ubicados en el techo de la sala de embarque:
–Aerolíneas Argentinas anuncia la partida de su vuelo 284 con destino a Caracas. Los pasajeros deben abordar el avión por la puerta número siete.
Los Forti se habían sentado en unos sillones de cuero en medio de la sala mientras esperaban. Se pusieron de pie. Un hombre de camisa blanca y chaleco azul, parado delante de una puerta de vidrio en un ángulo de la sala, dijo:
–Lleven los pases de abordar en la mano, por favor.
Se armó una fila de pasajeros delante de la puerta. Los Forti se formaron y avanzaron hasta que Nelly le mostró los pases de abordar al hombre del chaleco azul. Cruzaron la puerta y bajaron por una escalera hacia la pista.
Había un micro esperando con el motor encendido y las puertas abiertas. Se sentía olor a nafta y se oía el zumbido de las turbinas de los aviones. Subieron al micro y se sentaron junto a una ventana lateral. Alfredo se puso de costado para poder mirar a través del vidrio. El micro arrancó. Anduvo uno o dos minutos y dobló. En ese instante, Alfredo vio la reja amarilla por la ventana. Había mucha gente detrás de los barrotes.
–Ahí es donde Roberto nos dijo que iba a estar.
Nelly se puso de costado para mirar. Mario, Renato, Néstor y Guillermo se arrodillaron en sus asientos.
–Ahí está Roberto –dijo Nelly, y señaló con el dedo.
–¿Dónde? –preguntó Mario.
–Cerca de la punta –dijo Nelly.
Alfredo lo vio en un extremo de la reja agarrándose de los barrotes. Lo saludó, pero Roberto no respondió. El micro dobló y Roberto quedó atrás.
Luego de estacionar junto al avión, el micro abrió sus puertas.
Los Forti se levantaron de sus asientos y bajaron. La aeronave tenía una escalera en la puerta delantera y otra en la de atrás. Caminaron hasta la cola del avión y subieron. Nelly iba primero. Alfredo cruzó la puerta de la aeronave y vio que una azafata le pedía los pases de abordar a su mamá. Nelly se los dio. La azafata caminó por el pasillo hacia el medio del avión y ellos la siguieron.
–Estas dos hileras son para ustedes –dijo la azafata cuando se detuvo.
Guardaron algunos bolsos en los compartimientos y se repartieron en los asientos. En una hilera, Guillermo se sentó junto a la ventana, Alfredo en el medio y Nelly pegada al pasillo. En la otra, Néstor se sentó junto a la ventana, Renato en medio y Mario del lado del pasillo. 
Nelly sacó de su cartera un libro del anarquista italiano Errico Malatesta. Alfredo recordó que la había visto leyendo ese texto las últimas semanas, luego giró la cabeza y miró por encima del respaldo de su asiento hacia el fondo del avión. Los pasajeros entraban por la puerta y la azafata los recibía. Dejó de mirar. Todavía no podía calmarse. Se dijo a sí mismo que en el vuelo se tranquilizaría. Imaginó el instante en el que Ezeiza desapareciera debajo de las nubes y tuvo la certeza de que entonces dejaría de sentir esa presión constante en el pecho.
Una azafata pasó caminando por el pasillo hacia la parte trasera del avión. Alfredo la siguió con la vista, girando la cabeza y mirando por encima del respaldo de su asiento. La azafata se paró delante de la puerta, la trajo hacia adentro y la cerró ajustando una manivela. Alfredo se sintió más tranquilo con la puerta cerrada. El sonido de las turbinas se volvió un murmullo, una membrana que envolvía la aeronave. Miró el techo arriba de su asiento. Había un pico por el que salía el aire acondicionado y un pequeño parlante por el que, en ese momento, se escuchó una voz femenina:
–Su atención por favor: se solicita la presencia del señor Alfredo Forti en la parte delantera del avión. El señor Alfredo Forti, por favor, presentarse en la parte delantera del avión. 
Alfredo giró la cabeza y miró a su mamá, que había cerrado el libro de golpe.  «

Fuente:: Tiempo Argentino

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