El homicidio de Plef no obedece a un error de apreciación de un vecino paranoico y temerario, es el tipo de desenlace más probable de una campaña permanente de atemorización de la sociedad, de exaltación del fascismo


Si Felipe hubiese sido un ladrón, un joven adicto a la pasta base, un pibe con antecedentes penales, un criminal huyendo, un delincuente planificando un robo, un malviviente, un vecino díscolo o el más sospechoso de los seres humanos, igual nadie en este mundo tenía derecho a pegarle un tiro. Pero Felipe Cabral, Plef, no era nada de eso. Era un artista popular que embellecía los muros de la ciudad con grafitis preciosos, llenos de contenido, militantes, honestos, mejores que el conjunto de esta sociedad, sin dudas. Lo mataron por mirar un muro en Punta Gorda, una obra suya en una casa abandonada, un trabajo artístico que, además, después de asesinarlo, taparon con cal. Le dieron un tiro en la cabeza porque dicen que lo confundieron con un ladrón. Pero el que lo mató es un asesino inconfundible. El asesino que anida el corazón inmisericorde de esa “gente de bien” que antepone la propiedad a la vida, la sensación precaria de seguridad al derecho a existir de los otros, los que no son como ellos, los que no viven, ni se visten, ni hablan, ni sienten ni piensan como ellos. El homicidio de Plef no obedece a un error de apreciación de un vecino paranoico y temerario, es el tipo de desenlace más probable de una campaña permanente de atemorización de la sociedad, de exaltación del fascismo cotidiano de la gente corriente, de justificación de linchamientos, de eso que se hace llamar justicia por mano propia, pero que ni es justicia ni es propia o sólo lo es en el momento de la ejecución concreta, pero cuya urdimbre intelectual es más compleja, más encumbrada y más abarcativa.

A Felipe lo mató el hombre que le disparó. Pero antes lo mató el relato de que todos los jóvenes son sospechosos, de que la urbe es una jungla donde hay que andar alerta y cualquier chiquilín que no conozcas es un potencial agresor. A Felipe lo mató el relato del miedo, las horas diarias de televisión dedicadas a los problemas de seguridad, las prédicas psicotizantes, el otrora fiscal que se ufana de andar armado con un “matagatos” que era su ángel de la guarda. A Felipe lo mató esa diatriba del temor antes que la bala del homicida, lo fue matando de a poquito como en la crónica de una muerte anunciada. Es una muerte política en el sentido más hondo de la cosa pública, porque no es un hecho privado que se origina en un litigio entre personas concretas, es una bala habilitada por la política que se dispara contra una figuración del mal, una conjetura en la cabeza de un tipo que, narcotizado por un discurso, cultiva la presunción y la vuelve condena.

Este fue un crimen de odio. Pero de un odio que se abona día a día desde la prensa y las redes sociales, desde sectores importantes de la clase política que están todo el tiempo insistiendo con que vivimos en el paroxismo de la indefensión, que no se puede salir a la calle, que nada funciona, que estamos permanentemente cercados por una jauría de malandros que nos quieren robar, matar, violar y que la única solución es la represión pura y dura, la militarización de la vida social y el gatillo fácil a lo que se aproxime. Mientras tanto, se milita de forma subrepticia un derecho a linchar, a organizar patotas de vecinos y a castigar gente sin debido proceso, sin condena, invocando un derecho a vivir sin miedo, como si el miedo fuera la carta blanca que te autoriza a cualquier cosa, incluso a cegar la vida de una persona sin otra certeza que el prejuicio.

No debe quedar impune el homicidio de Felipe, pero sobre todo no deben quedar sin su señalamiento los promotores de esta filosofía de la pena de muerte privada, los difusores de esta monodia de la inseguridad que quiere modelar la sociedad a hachazos primitivos, con una demagogia plena de irresponsabilidad que se utiliza para obtener un rédito político rápido a la vez que opera en el fondo de las miserias humanas, y las desata y las amplifica y las sacraliza y las aplaude. Hay que parar con la propaganda de la brutalidad, especialmente contra los jóvenes, los adolescentes, y entre ellos los de procedencia humilde, que son los más estigmatizados de todos. Hay que parar con esto antes de que otros chiquilines sean asesinados por vecinos nerviosos, por gente atemorizada, por ciudadanos que se sienten amenazados y habilitados para matar ante la duda.

Un crimen de odio

Por Leandro Grille.

fuente  caras y caretas

1 comentario:

  1. Me parece terrible, injustificado y de barbarie. Han quedado vicios escondidos en la impunidad. Luchemos todos juntos, vivamos espontaneamente, la esperanza,la comunidad, que formamos.la armonia imprescindible, el convencernos de la necesidad de UN NUNCA MAS.
    Todos hemos sufrido, de todas las maneras imaginables, La emigracion masiva, de los 70, que separo las familias, que nos obligo a trabajar en el mas fiero desamparo, en el presidio, a los desconformes, agregando mas dolor a un pueblo hambreado y humillado.
    Reaccionemos, por todos, tambien por los que vendran.

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