Adiós a José Castaño, el último de los maestros republicanos y símbolo de la lucha contra el franquismo

El centenario profesor represaliado por la dictadura ha fallecido en Murcia. Fue encarcelado por razones ideológicas y no pudo volver a enseñar hasta la llegada de la democracia

José Castaño celebrando sus 100 años en el colegio que lleva su nombre

El maestro José Castaño, todo un símbolo de la vocación por la enseñanza y el único profesor que quedaba vivo en la Región de Murcia del Plan Profesional de la II República, ha fallecido hoy en Murcia. A principios del del pasado mes de marzo, José Castaño cumplió cien años y el acontecimiento se celebró con una fiesta en el colegio que lleva su nombre en Murcia y la inauguración de unas jornadas con el nombre '100 años aprendiendo y 25 educando'.

Castaño sufrió con dureza la represión franquista. Su gran sueño era ser maestro, pero la dictadura de Franco se lo arrebató. Fue condenado a 30 años de cárcel por razones ideológica, aunque finalmente pasó dos en prisión. Y cuando se encontraba ya muy cerca de la edad de jubilación, con 67 años, consiguió volver a dar clases. Castaño era un símbolo en la educación de la lucha contra el franquismo.

Pero su afán por seguir vinculado a la enseñanza no se acabó ahí: el maestro se acogió a la figura legal de Voluntarios para la Educación y siguió vinculado a su centro educativo para recuperar el tiempo perdido. Así, dando clases y ayudando en el colegio, continuó ejerciendo hasta hace poco, cuando, con 96 años, tuvo que retirarse definitivamente por culpa de una caída. 

En su cien cumpleaños, los alumnos rindieron un cariñoso homenaje a este maestro incansable, Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo -concedida por el Gobierno de España en 2007-, con la plantación de un ciprés y se agruparon para formar el número 100 con sus siluetas en el patio.

Nacido en Melilla, pero de padres y abuelos murcianos, José Castaño se vino a vivir a Murcia con 14 años y se matriculó en el instituto Alfonso X el Sabio. Su primera intención fue estudiar Medicina, aunque optó por el Magisterio, así que lo que perdió la sanidad lo ganó la enseñanza.

Hizo sus primeras prácticas el 1 de enero de 1938 en la escuela de la Plaza de la Paja del barrio del Carmen y colaboró en la creación de las Colonias Escolares en Murcia. Sin embargo, tras dos meses de haber comenzado a ejercer, fue llamado a filas para combatir en la Guerra Civil.

Encarcelado tras la Guerra Civil


Tras finalizar la guerra, José Castaño fue encarcelado por razones ideológicas, y así permaneció dos años hasta obtener la libertad en 1941. Mientras su esposa -también docente y con quien formó una familia- daba clases, José tuvo que dedicarse a otros oficios, aunque siempre estuvo vinculado con la enseñanza a los demás de manera altruista.

En 1975 pudo volver a incorporarse al magisterio en el colegio Mariano Aroca. Después ejerció en el centro García Álix, donde permaneció hasta su jubilación en 1984. Sin embargo, su vocación y satisfacción era la docencia, por lo que pidió seguir dando clases, en concreto, de Lenguaje a los mayores.

Fue entonces, en 1990, cuando se construyó un nuevo colegio junto al jardín de La Seda, cuyo claustro de profesores acordó llamar al centro 'Maestro José Castaño' en su honor. En su colegio homónimo ha seguido ejerciendo hasta que su movilidad y salud se lo han permitido. No dejaba de acudir por el centro cada vez que podía.


FUENTES DE LA CRONICA DEL PAJARITO ES

Una historia de la dictadura uruguaya: “Me vinieron a buscar las Fuerzas Conjuntas: hay comida en la heladera”

religion

Mientras se la llevaban los militares decidió que había que trasmitirle tranquilidad a su marido: escribió el mensaje en un papel y lo dejó sobre la mesa para que lo encontrara al volver. Más de 40 años después, su hijo subió esa pequeña carta a las redes sociales y dio la vuelta al mundo. Infojus Noticias habló con los protagonistas para reconstruir la historia de ese gesto de amor en medio del horror.

Graziella Formoso desayunaba y se apuraba para ordenar. Eran las nueve de la mañana y su padre la estaba por pasar a buscar para llevarla de Pando hasta Montevideo, donde cursaba en la facultad de la Agronomía. Ese día, el 9 de julio de 1974, le tocaba la clase de Edafología 2. Su marido Luis había salido más temprano: era fecha patria en Argentina y de eso hablaba la radio que sonaba de fondo.
Graziella recogía sus apuntes para irse a la facultad y Blanquita, la lavandera del barrio, desplegaba la ropa en la calle. Entonces los vio: un grupo de militares se acercaba por la vereda. “Están viniendo para acá”, pensó, mirando la cara aterrada de la lavandera. Y esperó. Los hombres golpearon la puerta y entraron sin mediar palabra. Avanzaron hacia la pieza de entrada donde estaba el juego de comedor, regalo de su mamá. En la mesa había papeles desparramados y un adorno con los versos de “Caminante no hay camino” de Antonio Machado. Eso miraba fijo Graziella cuando se animó a preguntar:
-Ustedes quiénes son.
Eran las Fuerzas Conjuntas, el organismo de la dictadura que abarcaba las Fuerzas Armadas y la Policía. Le preguntaron su nombre. Ella respondió. Le dijeron que tenía que irse con ellos.
-Yo soy el capitán Aguerre.
Graziella pensó en su marido. Sacó una hoja y una lapicera del bolso de la facultad y escribió: “Luis: me vinieron a buscar las fuerzas conjuntas. Hay comida en la heladera”. Tenía 21 años, estaba aterrada pero necesitaba transmitirle tranquilidad. Todo tenía que seguir como siempre.

Graziella no veía nada por la capucha pero en el camión percibió las piernas largas de Adriana, una compañera de la Unión de Juventudes Comunistas (UJC). Viajaron durante 45 minutos por un camino accidentado. Cuando las bajaron se dio cuenta que estaban cerca de una estación de tren. Plantadas frente a una pared blanca, miraban el piso de cemento y escuchaban como alguien corría de acá para allá:
-¡Número! – gritaba uno de los militares.
El mayor Mario Aguerre era el encargado del operativo. El capitán Eduardo Caussi hacía los interrogatorios. Años después Graziella sabría que estaban en un cuartel de San Ramón, al norte del departamento de Canelones y que el jefe allí era teniente coronel Juan Carlos Geymonat.
Eran las 10 y media de la mañana cuando la hicieron pasar a la sala sanitaria donde un médico le preguntó si padecía alguna enfermedad, si tomaba alguna medicación. Después de tomarle los datos y preguntarle por su obra social le dijo:
-¿A quién le avisamos en caso de fallecimiento?
Graziella les dio la dirección de sus padres y la volvieron a subir al camión. Pudo correrse un poco la capucha y allí vio a Adriana y a otra compañera, Alicia. El grupo electrógeno del vehículo, que se encendía y apagaba, la ponía nerviosa.
“Luis y mis padres ya deben saber que me llevaron. La lavandera les tiene que haber contado todo”, se decía para tranquilizarse. Y de golpe se dio cuenta por qué estaba ahí: había participado de unas pintadas para denunciar la muerte de la estudiante Nibia Sabalsagaray, asesinada mientras la torturaban con submarino seco. Recordaba la última vez que la había visto viva. Estaba sentada sobre una mesa junto a un montón de volantes, con una polera amarilla y una falda negra. Sonreía.
La autopsia de Nibia la hizo el entonces médico, Marcos Carámbula, que luego en democracia llegaría a ser intendente de Canelones. Su familia había pedido una autopsia porque los militares decían que se había suicidado. En eso pensaba Graziella todavía arriba del camión.
Allí los días pasaban todos iguales. Las mantenían paradas desde las seis de la mañana hasta las 10 de la noche. Y cada tanto las dejaban ir al baño. Primero interrogaron a Alicia, se quebró y la liberaron. Años después sería la maestra de su primer hijo. A Adriana la llevaron para hacerle submarino y después la encerraron en una celda.
Y le llegó su momento.
El teniente Caussi le preguntó sobre los comunistas.

-Yo fui a un colegio católico. No tengo nada que ver con comunistas- respondió Graziella.
Desde el otro cuarto escuchaba cómo hablaban de los itinerarios de pintadas de militantes de la Federación de Estudiantes Universitarios de Uruguay (FEUU). Allí escuchó los nombres de sus compañeros y el suyo propio. Y se quedó sin aire, como si le estuvieran comprimiendo el pecho. Los habían delatado y esperaban que ella hiciera lo mismo. Se calló la boca.
Le hicieron firmar un papel donde decía que no había recibido malos tratos y se resignó. Sentía que iba a pasar allí mucho tiempo. Así que se impuso una rutina: barrer la celda con una escoba chica, y caminar. En un momento un oficial, de traje impecable, se acercó al agujero de su puerta para preguntarle por qué no comía carne.
-Soy vegetariana
-Si no come, se va morir.
Supo después que era el coronel Geymonat.

El 18 de julio, otra fecha patria, pero esta vez de Uruguay, la volvieron a subir al camión. Grazziela pensó que la llevaban a otro chupadero, pero la bajaron en una esquina de Pando, su ciudad. Estaba libre. No lo podía creer. Lo primero que hizo fue refugiarse en una iglesia y agradecerle a la Virgen.
No quería volver a su casa. Tenía miedo y tampoco tenía plata para pagar el boleto hasta lo de sus padres. Fue hasta la casa de la madre de Adriana y de allí la llevaron a la granja donde se reencontró con su familia. Su cuñado Dámaso y sus padres habían recorrido todo Canelones para encontrarla. Dieron con su paradero porque un militar filtró su nombre.
A Luis, su marido, lo vio recién varios días después.

***

“Después de estas experiencias hay cosas en ti que cambian. Empecé a apreciar la suerte de tener un hogar con Luis, a mis padres, a mi cuñado. Empecé a valorar el poder moverme con libertad, sin cuerdas en las manos y sin capuchas”, dice Graziella a Infojus Noticias.
Tuvo que dejar la facultad porque perdió el semestre. Y empezó a ayudar a sus padres en la granja. Despicaba pollos, los vacunaba, clasificaba los huevos. Luis trabajaba como profesor de matemáticas en un secundario hasta que lo destituyeron en 1976. Antes de eso, volvieron a allanar su hogar dos veces más. Los llevaban a la fuerza de choque de Canelones en vagones de ferrocarril. Allí conoció a otra encapuchada, Jovita Lainez, una argentina que habían detenido en Montevideo. Graziella declaró esto mismo en la Comisión para la Paz creada por el presidente Jorge Batlle (2000-2005).
El matrimonio Rodríguez tuvo la posibilidad de exiliarse en Buenos Aires pero decidieron quedarse en Uruguay porque sus familias necesitaban ayuda.

Con la llegada de la democracia, en 1985, restituyeron en el cargo a Luis, quien falleció de muerte súbita en 1999. Graziella se quedó sola criando a sus hijos Luis Humberto y Pablo. El mayor es psiquiatra y el menor, Pablo, se está por recibir de abogado. Fue él quien, la semana pasada, publicó en Facebook la nota que su madre le dejó a su padre 41 años atrás. Esa cartita la había guardado su abuela en una biblia todos estos años y se la legó como un tesoro cuando falleció. Pablo posteó la nota y se viralizó al instante. En Uruguay, donde una política de Estado para juzgar a los militares y reparar a las víctimas sigue siendo una deuda, esta cartita apareció como una manera de recuperar la memoria.
Después de que falleciera su marido, el secundario donde trabajaba Luis lo homenajeó nombrando una sala con su nombre. Ahora Graziella se dedica al acompañamiento de enfermos, luego de cuidar durante muchos años a su hermano. Conserva poco contacto con sus compañeros de militancia. Y se ha aferrado toda la vida, dice, a la máxima artiguista: “Nada podemos esperar sino de nosotros mismos.”

FUENTES DE RED FILOSIFICA  DEL  URUGUAY