El culto estadounidense a las armas de fuego Los estudiantes de secundaria


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¿Puede un AR-15* tener éxito donde fracasó el “Sueño americano”?

Después de la matanza de Parkland, en una tierra cuyos ciudadanos poseen algo así como 265 millones de armas de fuego –la mitad de ellas en manos de apenas el 3 por ciento de la población– y con tiroteos masivos (son aquellos en los que están implicadas cuatro a más personas) que se producen como promedio en nueve de cada 10 días, este país es único entre las naciones desarrolladas en la cuestión de las armas de fuego y la violencia con estas armas. No existe en el mundo otro lugar en el que los civiles estén tan exageradamente armados ni otro país cuyos políticos (respaldados incondicionalmente por la Asociación Nacional del Rifle [NRA, por sus siglas en inglés]) sean tan sofisticados y sofistas a la hora de explicar por qué esto no podría ser lo más normal en un país “libre” (en 2014, la publicación satírica The Onion captó perfectamente el espíritu del momento con este titular “‘No hay manera de impedir esto’, dice el único país donde esto sucede habitualmente”).

Desgraciadamente, como lo dejan en claro las reacciones ante la carnicería de Parkland, Florida, nuestros hijos no se sienten tan “libres” ya que en sus escuelas realizan deprimentes ejercicios de confinamiento. Hace poco tiempo, mi nieto de cinco años y medio llegó a su casa después de uno de esos ejercicios y le preguntó a su madre, “¿Por qué querrían entrar en mi escuela unos perros furiosos?” Muy bien, él no domina todos los detalles todavía, pero muy pronto se acurrucará en algún rincón de un aula a oscuras. Ir así a la escuela es algo infernal.

Por supuesto, en los sesenta, cuando yo iba a la escuela, teníamos un equivalente en los ejercicios llamados “correr y buscar protección” que los alumnos debíamos hacer regularmente en el aula. Aunque no enteramente igual, eso –como el lector puede imaginar– también era aterrador. La intención era que nosotros captáramos la idea de un ataque nuclear. Al menos sabíamos que esos misiles rusos no apuntaban específicamente a nuestra escuela y que la intención no era matarnos a nosotros; apuntaban a todo, a matar a todo el mundo. Eran horripilantes, pero también impersonales.

Mientras tanto, en el contexto escolar, la muerte se ha convertido en algo mucho más personal. De ningún modo sorprende que, conducido por los estudiantes de secundaria más avanzados, los que han estado en la línea de fuego o temen que pueden estarlo alguna vez, algo auténtico está sucediendo en este país; algo relacionado con las armas de fuego –un cambio en la opinión pública, un creciente boicoteo comercial a la NRA, una cadena de tiendas de artículos deportivos que dejará de vender fusiles semiautomáticos como el que Nikolas Cruz llevó a la escuela secundaria Marjory Stoneman Douglas e incluso algunos políticos que están empezando a repensar su posición respecto del culto nacional por las armas de fuego. En ese contexto, permita que Belle Chesler –profesora de secundaria– le lleve al interior de la tan estadounidense galería de tiro al blanco de nuestra era y le informe de lo que piensa una persona adulta sobre la naturaleza del modo de vida “americano” mientras está encerrada en la oscuridad con sus alumnos.

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Los canarios en la mina de carbón del desastre estadounidense

“Entre quienes le conocían, nadie se sorprendió al enterarse de que él había disparado” (Emma González, estudiante del último curso en la escuela secundaria Marjory Stoneman Douglas).

En las tres últimas semanas, la voz vehemente y los categóricos reclamos de los estudiantes de la escuela Marjory Stoneman Douglas han tenido eco en las redes sociales y en el hall de entrada de las escuelas secundarias en los suburbios donde yo enseño artes visuales. Un grupo de chicas del último curso, estimuladas por el horror de la matanza de Parkland y entusiasmadas por los vídeos de las manifestaciones de sus colegas estudiantes, organizaron por su cuenta un abandono de aulas. A pesar de que era un día de mucho frío y con nieve en nuestra parte de Oregon, cientos de estudiantes salieron de la escuela para participar en lo que, ciertamente para muchos de ellos, era su primera acción de desobediencia civil. Yo me situé al final del gentío, escuchando las exigencias de los estudiantes dichas a voz en cuello, que básicamente eran tener una escuela más segura y acabar con el miedo en el aula. De pie en la helada acera, me sentí abrumada por una oleada de emociones encontradas. Aunque interiormente orgullosa de los estudiantes por alzar la voz e insistir en ser escuchados, yo también estaba obligada a enfrentar una dura y brutal realidad: ni mis alumnos ni yo nos sentimos seguros en nuestra escuela.

Aún recuerdo aquella fría mañana de diciembre de 2012 cuando supe de la masacre en la escuela primaria Sandy Hook de Newton, Connectucut. Una compañera se acercó a mi escritorio con la cara bañada por las lágrimas para contarme los espeluznantes detalles de ese tiroteo: un aula llena de chicos de primer grado y su maestra asesinados en lo que debería haber sido un día de clase más.

En ese momento mi hija estaba en el preescolar. En esas fotos que comenzaron a aparecer en los medios, en los que aparecían niños de los primeros grados de Sandy Hook, vi la cara de mi hija. Empecé a pensar sobre su futuro en un mundo tan inhóspito. Desde entonces, se me hizo insoportable leer las historias de lo que había pasado dentro de esa escuela y me encontré a mi misma evitando el relato apasionado y angustiado de los animosos progenitores y maestros de niños insensatamente asesinados. Era algo que golpeaba lo más íntimo de mi ser. Era el horror en un nivel que hasta entonces había sido inimaginable para mí en una escuela tan parecida a la mía. Ingenuamente, supuse que las cosas habrían de cambiar, que nadie podría ver a esos pequeños y defender cruelmente el statu quo. ¡Qué equivocada estaba! Como todos sabemos, los tiroteos continuaron sucediendo.

Entonces, ¿qué hubo en los asesinatos de Parkland que inclinó la balanza? ¿Por qué no había pasado eso después de lo de Columbine ni de lo de Newton? Estas son las preguntas que los maestros y maestras de nuestra escuela hemos estado haciéndonos unos a otros últimamente. Es posible que lo que domine en este momento sea el miedo a lo que parece inevitable; se sabe que eso pasará, aunque no cuándo. En tanto maestras, estamos obligadas a preguntarnos: ¿Cuándo nos tocará? ¿Atrancamos las puertas, luchamos, corremos o nos escondemos? ¿Cuándo dejaremos de esperar la irrupción del mal en la persona de un desquiciado adolescente con un arma de fuego que viene a convertir nuestra escuela en una galería de tiro al blanco?

En este momento, llevamos varios años practicando ejercicios de encierros de emergencia. Cerramos las puertas con llave y las bloqueamos; después, 36 adolescentes y un adulto, nos acurrucamos en el suelo en el rincón más oscuro del aula tratando de estar lo más callados y tranquilos posible. Nada de llamadas telefónicas, no hablar, no moverse. Esperamos hasta que oímos el ruido del picaporte y uno de nosotros grita; entonces se acaba el ejercicio. El peligro ha pasado.

Encendemos las luces, estiramos las extremidades acalambradas y cada uno vuelve a su asiento. Cuento un chiste, trato de aligerar un poco el ambiente y reanudamos la clase. No obstante, una consecuencia no deseada de esos ejercicios y procedimientos es la normalización de la amenaza de una acción tan atroz y anormal como difícil de asimilar. Fundamentalmente, hemos insensibilizado por completa a la comunidad escolar respecto del auténtico horror de lo que estamos interpretando: una lucha por nuestra vida. Suponemos que cuando vuelvan las luces continuarán las rutinas del aula, esperando que los estudiantes hayan captado la seriedad del ejercicio pero que no hayan interiorizado el miedo. Cuando mis alumnos expresan lo que está dentro de ellos en esa sala a oscuras, cuando permiten que la desesperación asome a la luz, estamos obligados a enfrentar la retorcida realidad de lo que estamos haciendo.

En el comienzo del semestre entregué a mis nuevos alumnos un cuestionario acerca de la vida de cada uno de ellos. Uno respondió a la pregunta “¿Qué es lo que te afecta de verdad?” escribiendo: “Lo que de verdad me afecta es que yo podría morir en esta escuela”.

Francamente, no tenía idea de qué podía decirle a mi estudiante: yo también me sentía así. ¿Cómo transmito yo lo que siento cada mañana cuando entro en mi lugar de trabajo preguntándome si será hoy el día que yo me muera aquí? ¿Cómo explico el temor que siento cuando debo enfrentar a ese estudiante –el que viene haciendo dibujos inquietantes, el que no sonríe ni se relaciona con sus compañeros y cuyos padres no responden a mis mensajes ni a mis llamadas– para decirle que necesita moderar la violencia de sus trabajos? ¿Cómo compartir el más profundo de mis temores: el que un tiempo después este muchacho vuelva por mí armado y dispuesto a vengarse?

¿Cómo expreso la complejidad de mis emociones cuando, acurrucada en la oscuridad con mis alumnos, estoy pensando en qué habría que hacer para que todos salgamos vivos cuando se produzca la versión real de la situación? ¿Y cómo es que empecé a pensar en el peor de los escenarios posibles: que el chico de 16 años que está agachado junto a mí en la oscuridad puede ser el próximo atacante de la escuela? Ahora, en la agudizada paranoia de mi salón de clase, mis alumnos son sospechosos.

¿Maestras o mártires?

Me figuro que cada nueva maestra llega con alguna versión de la historia de aquella exitosa maestra que traslada a un grupo de estudiantes de la confusión a la excelencia académica dando vueltas en su mente. Sin embargo, cuando pasan los años, a menudo esa cinematográfica fantasía es descartada. Si de verdad has de sobrevivir en el sistema, piénsatelo en el largo recorrido; deberás deshacerte de ciertas ilusiones. Más o menos un tercio de los nuevos maestros abandona el barco en el tercer año, cuando los desafíos profesionales –los largos horarios, la constante planificación, las interminables calificaciones y la preocupación sobre cómo unir las necesidades intelectuales y las emocionales de los alumnos– empiezan a parecer insostenibles.

En los primeros años de mi trabajo, la magnitud de la tarea psicológica de cuidar el bienestar de mis estudiantes y el aumento de la conciencia de que nunca sería capaz de ayudarlos y conocerlos a todos me ponían al borde de las lágrimas. Muchas veces, cada tarde el regreso a casa lo sentía como una sesión de terapia sin terapeuta. Hacía un repaso de cada oportunidad perdida, cada reto interpersonal; después lloraba. Yo sabía que, a pesar de lo que me habían hecho creer, la descarnada realidad de la situación era que yo no podía ayudad a todos mis alumnos. Una parte de la enseñanza siempre tendría que ver con el fracaso: la imposibilidad de comunicar, la imposibilidad de percibir, la imposibilidad de atender las necesidades específicas de cada uno de los estudiantes. Era un juego de números en el que siempre perdería; esta era una verdad que yo debía asumir para convertirme en una educadora más eficaz.

Sin embargo, el arquetipo de la maestra-mártir, que trabaja duro hasta la noche sacrificando su vida personal para centrarse solo en sus alumnos es la que nos han inculcado como una cultura. La historia que nos cuentan es que las maestras son sobrehumanas, capaces de revertir cualquier corriente y enfrenta los problemas de la sociedad gracias a su acertado enfoque, su persistencia y su cuidado. Si solo me dedicara más, trabajara más horas y consiguiera tener el mejor plan de estudios, a la larga los salvaría a todos. El ser una mártir así es un divisa de honor en la escuela, algo que muestra que quien la ostenta está haciendo el mejor trabajo. No obstante, no puedo menos que preguntarme: ¿No es acaso morir alcanzada por una bala de un estudiante la expresión suprema de este arquetipo? ¿No es acaso lo que –después de lo de Portland– lo que se nos exige?

Este excepcional mito estadounidense de la maestra que asegura la protección de sus alumnos es el que ahora hemos atribuido a las maestras en Parkland, que pusieron su cuerpo ante las balas para salvar la vida de sus estudiantes. Y aunque estoy conmovida por su coraje, continúo cuestionando las motivaciones que hay detrás de su actitud, incluyendo las del presidente de Estados Unidos, que las enaltece como si fuesen iconos.

Tal vez, hacer unos héroes de las maestras y los maestros no sea más que otra forma de negar continuamente la honra y el respeto a nuestra profesión en la forma que realmente importa. Los héroes no necesitan clases más reducidas, ni prestaciones, ni jubilaciones adecuadas. La verdad es que esas maestras nunca deberían haber tenido que poner su cuerpo ante las balas por sus alumnos. No era ese su trabajo. No somos combatientes; somos maestras. No somos héroes; somos maestros.

Cuando fracasan los sueños

Mi último curso ha sido el más difícil. No solo por lo que yo enseño, o por el tamaño de la clase o por el volumen del trabajo, sino por la tensión cada vez mayor que percibo en mis alumnos. Estos chicos son los canarios** de nuestra mina de carbón estadounidense (una imagen que ha adquirido un nuevo significado en la era Trump). Cuando les pregunto sobre su salud mental, siempre quedo abrumada por la cantidad de quienes me hablan de depresión y ansiedad. Están agotados y continuamente estresados. Muchos de ellos se sienten desesperados por su futuro. ¿Qué puedo responder a eso? Cuando estás acurrucada en un rincón de un aula a oscuras, haciendo un ejercicio que tiene que ver con tu propia muerte, es muy difícil sentir que pueda haber alguna esperanza de un futuro decente.

Ya no sueño con la ingenuidad de cambiarles la vida a mis estudiantes. Mis objetivos se han encogido: conseguir que los muchachos aprendan, ser alguien que los defienda, escucharlos, crear un plan de estudios relevante, hacer que el aula sea un espacio lleno de vida y estimulante. En cada semestre, mi primera meta es aprender rápidamente el nombre de todos mis alumnos –más de 200–, tener contacto con ellos lo más a menudo posible y tratar de atender las necesidades únicas e individuales de cada uno de ellos.

Trato de poner cualquier energía y atención adicionales en beneficio de mis alumnos más marginados, sabiendo que, como mujer blanca de clase media, es probable que me vean como representante de un sistema que refuerza las capas de alienación existentes. Sin embargo, hace tiempo que he dejado de sentir que puedo salvar a cualquiera de ellos. Ni siquiera se me ocurre que esa pueda ser mi tarea. Mi trabajo es facilitar un espacio para la búsqueda y la expresión.

Si de verdad hago bien mi trabajo, al menos ayudaré a que mis estudiantes encuentren su propia voz. Pero creedme, es una tarea parecida a la de Sísifo. Después de todo, ellos son adolescentes. Su paisaje emocional cambia minuto a minuto, día a día. Llegan a mi aula con entre 15 y 18 años de experiencia vivida, el resultado de la dinámica familiar y la de su comunidad. Las horas que paso con ellos, más allá de como puedan impactar, no pueden competir con lo que ellos llevan dentro de sí. Algunos se sentirán vistos y escuchados en mi aula; otros –no importa lo que yo haga– se sentirán invisibles, inadvertidos y perdidos.

Apretar el gatillo

La escuela es el sitio donde el adolescente vive las elevadas promesas del ‘Sueño americano’. Nosotros, los maestros, le transmitimos el mensaje de que él puede ser lo que quiera, hacer lo que desee. El mensaje dice: “Estudia seriamente y harás algo realmente tuyo en la vida; superarás todos los obstáculos que encuentres. Haz amigos, haz de ti un compañero o una compañera, y ascenderás en la escala social. Encuentra tu camino y tu talento, y tendrás el mundo en tus manos”.

Como educadores, sabemos que no existe alguien tan entusiasta y comprometido con lo que ama como el adolescente. Si accedemos a la intensidad y la generosidad del adolescente, somos dueños de todo el potencial de la alquimia pedagógica. Pero, ¿qué pasa si todas las promesas que hacemos a los estudiantes resultan –implícita o explícitamente– estar completamente fuera de su alcance y ellos son cada vez más conscientes de eso? ¿Que pasa si eres un estudiante de color o estás indocumentado y el ‘Sueño americano’ nunca te dijo que tú estabas entre los primeros? ¿Qué pasa si eres poco dado a la amistad? ¿Qué pasa si el estrés emocional que llevas contigo te pesa demasiado y todo en la escuela es un incesante recordatorio de lo que tiene mal? ¿Qué pasa si, al igual que la sociedad de la que forma parte, la escuela se convierte en un lugar para el fracaso, no para la posibilidad?

Si los adolescentes se destacan en algo es en el desprecio de la hipocresía. Los chicos son capaces de ver lo que hay debajo del barniz de muchas promesas. Y, respecto de los niños, en este momento cualquier maestra se está preguntando: ¿qué hay para ellos realmente en este mundo que hemos construido? ¿Qué daños han sido desapercibidos, desatendidos?

¿Hay algo de asombroso en que el más contrariado de esos chavales, quien se sienta más traicionado por la promesa quebrantada de ese ‘Sueño’, regrese al sitio que más le ha fallado, la institución que la sociedad le prometía que le proporcionaría la salvación y está tan claro que no lo ha hecho? Lleva consigo sus fracasadas relaciones sociales y familiares, la seguridad de que el ‘Sueño’ jamás le tendrá entre los primeros y –en la mayor parte de los casos– un AR-15 u otra arma igualmente letal. Se cobra ese cheque invalidado apretando el gatillo, acabando con esa ilusión y –al mismo tiempo–con la vida de unos estudiantes y una maestra.

Disparar esa arma es la última acción de albedrío personal que ofrecen estos muchachos –hasta ahora son muchachos–. Esa cortedad de miras y esa concentración total, cuya consecuencia es la muerte en nuestras escuelas, reflejan la desesperación y el nihilismo que se observa en muchos de esos atacantes. Es algo que, al menos en el nivel más bajo, debería ser conocido por cualquier maestra o maestro en estos días. Consideremos que la indefinible y despersonalizada frustración y desesperación que hace que un menor coja un arma de guerra y mate sin miramiento alguno es el fracaso del ‘Sueño americano’, un fracaso que acaba en sangre.

Querido Estados Unidos: me concedes una tarea imposible y me condenas por fracasar en mi desempeño. Ahora, tú –a al menos el presidente, la Asociación Nacional del Rifle y diferentes políticos– me aseguráis que puedo redimirme si cojo un arma y disparo sin parar contra la desesperación. No, gracias. Yo no quiero tener en mis manos esa arma de fuego; no puedo ser un escudo. No puedo salvar a mis alumnos, ni metafórica ni físicamente.

Lo que pedimos de nuestros hijos, nuestras maestras y nuestras escuelas es diferente de cualquier cosa que pedimos de cualquier persona o institución. Estamos haciendo que nuestros hijos sean mártires en el altar de las fracasadas promesas sociales y después nos preguntamos por qué regresan una y otra vez con un fusil en sus manos.

* El AR-15 es un fusil de asalto, un arma semiautomática de uso militar. Ver https://es.wikipedia.org/wiki/AR-15. (N. del T.)

** La autora se refiere a los canarios que los mineros de la hulla tienen en la mina: estos pájaros son los primeros en percibir la presencia del gas grisú, que mezclado con el aire produce violentas explosiones con el consiguiente derrumbe de las galerías. (N. del T.)

Belle Chesler es maestra de artes visuales en una escuela secundaria de Beaverton, Oregon.

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176394/tomgram%3A_belle_chesler%2C_will_an_ar-15_succeed_where_the_american_dream_failed/#more

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.

Introducción de Tom Engelgardt          Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García


Belle Chesler
TomDispatch          fuente  Rebelión

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