Reuters/Larry Downing
Activistas exigen al presidente estadounidense Barack Obama ante la Casa Blanca que cierre la prisión de Guantanamo.
Por Mariano Aguirre
Ciento sesenta y seis prisioneros permanecen en la prisión estadounidense de Cuba, la mayoría sin cargos y sin indicios de que se les pueda acusar de nada. Un centenar de ellos mantiene una huelga de hambre que reabre el debate: ¿qué hacer con los prisioneros y con la prisión?
Al día siguiente que Barak Obama llegase a la Casa Blanca en 2009 dijo que ordenaría el cierre de la prisión de Guantánamo, donde había 240 detenidos. Casi cinco años después el sitio sigue operando, aunque se ha reducido sustancialmente el número de presos y no se practica más la tortura. Pero el Congreso bloqueó los fondos para poder cerrar la prisión, y ningún Estado ha aceptado que los prisioneros –acusados, muchos de ellos sin pruebas, de terrorismo—sean realojados en prisiones dentro del territorio de Estados Unidos. Ahora el Pentágono solicita 200 millones de dólares para mejoras de infraestructura.
El presidente podría usar un mecanismo que le permite certificar ante el Congreso que decenas de reclusos puedan ser deportados a sus países de origen (muchos de ellos a Yemen), pero Obama no ha solicitado revisar ningún caso ante el peligro de que algunos de ellos practiquen actividades terroristas, y se le acuse de negligencia.
La organización American Civil Liberties Union considera que el Presidente debe designar a un enviado especial para que la Casa Blanca tome el poder que ahora tiene el Pentágono, y agilizar los casos bloqueados por disputas entre las diferentes agencias gubernamentales que se ocupan de Guantánamo. De los 166 prisioneros, solo 6 tienen cargos concretos. No hay ningún indicio de que se pueda acusar de nada a otros 86, y el resto no son considerados peligrosos. No hay, además, ninguna razón que impida a los tribunales en Estados Unidos juzgar casos de terrorismo. Mantener a los prisioneros en tierra de nadie en Guantánamo es negar la capacidad del poder judicial de ese país.
El gobierno de Estados Unidos ha decidido mantenerlos encarcelados porque se cree que podrían ser peligrosos. Y a muchos de ellos no se les puede juzgar porque sus confesiones fueron obtenidas bajo tortura, lo que invalidaría cualquier juicio. Los abogados y los testimonios de los presos indican que han llegado al límite de su paciencia. Pese a que el Islam prohíbe el suicidio, muchos de ellos han decidido dejarse morir porque no albergan ninguna esperanza de salir nunca de Guantánamo. El gobierno estadounidense ha enviado refuerzos militares y médicos para alimentarlos por la fuerza. La Asociación Médica Mundial considera que es una violación del código ético cuando se realiza en contra de los deseos de personas con plenas facultades mentales.
Un sistema ilegal
Guantánamo es parte del complejo sistema que la Administración del presidente George W. Bush estableció después del 11 de septiembre de 2001. Ese sistema incluyó el uso de la tortura en centros secretos en diversos países (entre otros Egipto y Siria), la privación de libertad sin juicio a sospechosos de pertenecer a organizaciones terroristas anti-estadounidenses en la base de Guantánamo, juicios militares sumarios, violar las reglas de protección de prisioneros de guerra según el derecho internacional y las convenciones internacionales sobre la prohibición de la tortura, el transporte secreto de prisioneros a través de diversos países y aeropuertos (entre otros en Alemania, Portugal y España), crear comisiones que legitimaran las acciones del gobierno, y la restricción de la información pública sobre todas estas cuestiones alegando que su divulgación sería un peligro para la seguridad nacional.
Este sistema cargado de ilegalidades necesitaba una legitimación jurídica y pública para consolidar la idea de que el Estado debe priorizar la seguridad en detrimento de la libertad, y diseñar una fórmula para que el presidente tuviese las manos libres frente al Congreso y el poder judicial. Asesores legales de la Administración Bush, el ex fiscal general del Estado Alberto González, altos cargos de la administración (particularmente el entonces vicepresidente Richard Cheney y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld), y una serie de académicos y periodistas se ocuparon de la tarea.
Así, se prepararon memorandos, discursos públicos, declaraciones, opiniones y libros que justificaran que la “guerra contra el terror” precisaba medidas excepcionales; que el presidente podría tomar decisiones sin necesidad de consultar con el Congreso; y que ante la posibilidad o inminencia de ataques terroristas se podía justificar el uso de la tortura.
Para reforzar este último punto, el coro de funcionarios, asesores y voces públicas se ocuparon de tres cuestiones. Primero, redefinir el concepto de “tortura”, cambiándolo por “interrogatorios reforzados”. Segundo, reabrir el debate, cerrado internacionalmente hace varias décadas, sobre la posible legalidad del uso de la tortura. Tercero, que los individuos hacia los que se dirigirían estas posibles prácticas no eran, ni son, “sujetos de derecho”. En otras palabras, se trataría de “combatientes ilegales”, no merecedores de las garantías procesales ni de las protecciones jurídicas que brindan leyes nacionales y convenciones internacionales, como el habeas corpus.
Legitimación mediática
Con esos objetivos, se promovió la idea de que sin el uso de este tipo de prácticas sería imposible vencer a un enemigo irracional que no respeta las normas de la regla. Académicos como el prestigioso Michael Ignatieff, en su libro El mal menor, proveyeron además la justificación moral para el uso de la tortura e indirectamente para la serie de prácticas ilegales, indicando que la tortura es una práctica condenable pero que el Estado en algunos casos debe usarla con el fin más elevado de proteger a miles de ciudadanos que pueden ser víctimas de un ataque terrorista.
La exitosa serie de televisión 24 fue uno de los mejores instrumentos de propaganda sobre la supuesta eficacia del uso de la tortura. El New York Times indicó que 24 “será recordada como un elogio de la tortura emitida en hora punta”. Otro ejemplo de legitimación de la tortura es La noche más oscura (Zero Dark Thirty), recientemente estrenada. La película trata sobre la búsqueda de Osama bin Laden, y presenta la tortura como un instrumento eficaz de investigación antiterrorista en vez de una práctica inmoral prohibida por convenciones internacionales. La película, sin embargo, deja de lado que la pista hacia bin Laden se logró por diversos medios de espionaje y, según el testimonio de tres senadores estadounidenses, en ningún caso a través de la tortura. De hecho, diversos estudios y comisiones concluyen que ésta no es un método eficaz para conseguir información fiable.
El vicepresidente Cheney indicó en 2001 que para combatir a un enemigo “que no está cargado de burocracias y regulaciones, ni restricciones legales y morales” el presidente necesitaba “flexibilidad”. Por su parte, el secretario de Defensa Rumsfeld explicó que el enemigo no era “fácil de describir: no es una nación, ni una religión ni siquiera una organización particular”. Este enemigo no estaría adscrito a ningún Estado y, por lo tanto, Washington no tendría por qué respetar ningún tratado internacional. A la vez, en “una guerra global contra el terror” Washington consiguió la cooperación a diversos niveles de Egipto, Jordania, Iraq, Afganistán, Pakistán, Libia, Marruecos, la isla Diego García, la República Checa, Polonia, Hungría, Alemania, Armenia, Georgia y Bulgaria, entre otros países.
Un reciente informe independiente elaborado por el grupo de trabajo de la Constitution Force dirigido por los ex congresistas Asa Hutchinson y James R. Jones, señala que “no hay duda que Estados Unidos practicó la tortura” a partir de 2001 y que la responsabilidad recae en los más altos niveles del Estado. El informe acusa a funcionarios que hicieron “acrobacias” jurídicas para justificar la tortura, desapariciones y detenciones ilegales, y médicos que asesoraban a los torturadores, y explica que Estados Unidos practicó aquello que critica duramente cuando lo hacen otros países.
En las prisiones de Bagram y Abu Ghraib (en Afganistán) y en Guantánamo –donde la Administración Bush llegó a recluir a 779 prisioneros, se utilizaron diversas técnicas de tortura aprobadas por la Administración Bush, entre ellas, mantener a los presos de pie durante días, someterlos a bajas temperaturas y música muy alta, humillaciones sexuales (en muchos casos ejecutadas por soldados mujeres contra hombres musulmanes), violaciones, privación de sueño, simular que se les asfixiaba, encerrarlos durante días en espacios diminutos, profanar textos religiosos (como el Corán), y aterrorizarlos con perros (animal impuro para el Islam). En algunos casos los prisioneros murieron durante las sesiones de tortura. Un informe confidencial del Comité Internacional de la Cruz Roja reveló en 2004 que las formas de tortura se habían vuelto sofisticadas, “refinadas y represivas” y que Guantánamo era “un sistema cruel, degradante, y con formas inusuales de tortura”.
Revertir el camino
El presidente Obama denunció el uso de la tortura durante su campaña electoral. Ya en la Casa Blanca anuló los tribunales militares, las recomendaciones legales sobre su posible legalidad, y ordenó cerrar las prisiones secretas. Pero en 2009 se negó a abrir una comisión de investigación sobre las responsabilidades de la Administración Bush. El informe de Hutchinson y Jones critica al gobierno de Obama por mantener el secretismo, clasificar decenas de miles de documentos y no permitir la publicación del informe de 6000 páginas que elaboró el Comité de Inteligencia del Senado sobre las detenciones e inteligencia que llevó a cabo desde 2001 la Agencia Central de Inteligencia (CIA).
En 2002 el entonces asesor legal del presidente Bush, John Yoo, lanzó la pregunta retórica: “¿Tiene sentido liberar a los prisioneros, si se piensa que seguirán siendo peligrosos, inclusive aunque no se les pueda acusar de ningún crimen?”.Hace pocas semanas el presidente Obama dijo que “la idea de que podríamos mantener (en Guantánamo) a un grupo de individuos que no han sido procesados es contrario a lo que somos, contrario a nuestros intereses, y tiene que terminar”. Luego de haber sido derrotado en su intento de limitar moderadamente la venta de armas dentro de Estados Unidos, Obama teme otro fracaso. Sin embargo, podría liberar los prisioneros sobre los que no hay indicios de peligrosidad y abrirles juicios en Estados Unidos a aquellos contra los que hay cargos concretos. De este modo el presidente podría comenzar a revertir el camino desde la vergüenza de Guantánamo hacia la legalidad.
Mariano Aguirre dirige el Centro Noruego para la Construcción de la Paz, en Oslo.
Tomado de: Radio Francia Internacional
http://www.espanol.rfi.fr/americas/20130515-guantanamo-el-camino-de-la-vergueenza
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