Marihuana: del prejuicio a la responsabilidad política





Por Constanza Moreira, 11 de abril de 2013
Hace ya algunos años, los países de América Latina se dieron a reflexionar sobre el acierto de sus políticas “antidrogas”, a la luz de los resultados obtenidos en Colombia, Perú, Bolivia y últimamente México (donde murieron cincuenta mil personas a causa de las luchas del narcotráfico en el último período de gobierno). Llegaron a la conclusión de que “la guerra contra las drogas” era un verdadero fracaso. Que lo único que había ocurrido era que se había incentivado la violencia, el tráfico de armas, y los homicidios. Que además, se había incrementado el número de adictos, las edades de inicio eran cada vez más tempranas, y las cárceles se habían llenado de jóvenes pobres, negros y mujeres. Que con la plata gastada en la lucha contra el narcotráfico se podrían haber tratado todos los adictos. Que en vez de combatir al crimen, las fuerzas de seguridad de los países habían malgastado sus esfuerzos en una lucha vana. En suma: que había sido una guerra perdida, cuyos resultados económicos y sociales equivalían al de haber librado una verdadera guerra civil, a escala regional. ¿Qué hacer?
La guerra contra las drogas ha tenido como aliciente principal el combate al consumo en su principal mercado regional: Estados Unidos (Estados Unidos y Canadá figuran entre los países de la región con mayor consumo de alcohol, marihuana y cocaína, de acuerdo al Informe del Uso de Drogas en las Américas de 2011). Los países de América Latina concluyeron que la defensa de los consumidores norteamericanos, no podía justificar las acciones contra los países latinoamericanos (productores). Al mismo tiempo, Estados Unidos ha sido el principal proveedor de ayuda económica y militar a los países de la región en el combate a las drogas. En sustitución de su apoyo en seguridad en el “combate al comunismo”, ahora el apoyo de Estados Unidos se vincula a lo que algunos han llamado de “conflictos de baja intensidad”: el terrorismo y el narcotráfico. El terrorismo no es un problema en América Latina, y por tanto la ayuda militar de Estados Unidos no podía ser canalizada de esta forma, pero sí el narcotráfico, y a esto se destinaron ingentes esfuerzos de cooperación en las últimas décadas. El resultado, más allá de los –dudosos- “beneficios” de dejar cuerpos profesionales altamente entrenados de policías y militares armados hasta los dientes, es nulo, o más que nulo. Negativo.
1. Cuando la prohibición engendra el delito
Ante este fracaso, ¿qué hacer? La Comisión Global contra las Drogas, la Organización de Estados Americanos (OEA) y varios ex presidentes latinoamericanos de países en “guerra contra las drogas” como César Gaviria (Colombia), Fernando Henrique Cardoso (Brasil) y Ernesto Zedillo (México), declararon que la prohibición no sólo no había dado resultados, sino que la propia prohibición era parte del problema. Como en la llamada “ley seca” en Estados Unidos, las prohibiciones sólo habían ayudado a consolidar una economía subterránea, incrementando al violencia a niveles catastróficos y ayudando a la corrupción de estamentos policiales, judiciales y políticos. La prohibición pues, resultaba “criminógena”: lejos de combatir la criminalidad, contribuye a engendrarla.
A su vez, la prohibición, con su estigmatización de los adictos, su penalización de los consumidores y su denodada persecución de los pequeños traficantes (el “narcomenudeo”, responsable del encarcelamiento de jóvenes pobres y un número cada vez más importante de mujeres), sólo había terminado dañando más aún a los adictos, que podrían haber sido atendidos con los recursos destinados al tráfico.
El primer país en reaccionar fue Bolivia, que decidió hacer su propia política, luego del fracaso de las experiencias de erradicación de los plantíos de coca en el país, financiados e impulsados por Estados Unidos. En un clima político de altísima fragilidad, surgió con gran fuerza el movimiento de los campesinos cocaleros de la zona del Chapare, que lucharon contra la política estadounidense en el país, y de la cual el resultado más visible fue la consolidación de Evo Morales, líder sindical del movimiento cocalero.
Pero a su vez, todos los países fueron reaccionando. El caso uruguayo debe contarse en esta lista.
2. La prohibición impide una política sanitaria: cuando el Estado debe regular
En el marco de esta reacción “a la uruguaya”, la Universidad de la República encargó una amplia investigación en la que colaboraron científicos de varias disciplinas (sociales, biológicas, médicas) que se tradujo en el “Aporte Universitario al Debate Nacional sobre Drogas”. Las perspectivas desde la ciencia del derecho, la economía, la sociología, la filosofía, la farmacología y la antropología, se aúnan en esta investigación múltiple, y arriban a una misma conclusión: hay que abandonar el paradigma prohibicionista por un paradigma de despenalización y regulación.
El Uruguay conoce dos ejemplos en relación a eso: un ejemplo lejano (el alcohol) y un ejemplo cercano (el tabaco). El Estado uruguayo tomó para sí el monopolito de la fabricación y rectificación de alcohol en épocas tempranas, con la aprobación de la Ley Nº 8.764 del 15 de octubre de 1931. Ello no sólo no estimuló el “alcoholismo” de los uruguayos, sino que les permitió controlar la calidad del alcohol que se consumía (lo que impidió problemas sanitarios relacionados con la bebida como el que se registraron en varios de los países con paradigmas “prohibicionistas”).
El otro ejemplo es el de la política de regulación del tabaco que desarrolló el Presidente Tabaré Vázquez al inicio de su gestión y que consistió básicamente en la prohibición de fumar en los locales públicos, eliminación de la propaganda, así como el desarrollo de una campaña de prevención y erradicación del consumo de tabaco. Sin prohibirlo, el tabaco se transformó en un hábito “sucio”, con enorme impacto sobre el consenso moral de la población (que es, finalmente, lo que impacta sobre los usos y costumbres de la gente).
Los estudios realizados sobre las prohibiciones internacionales muestran que ha habido un fracaso total en “controlar la oferta” de drogas, a través de la lucha contra el narcotráfico. De hecho, en Brasil se demuestra que es más fácil obtener droga “ilegal” (marihuana, cocaína, crack) que la droga legal que requiere una receta médica. O sea que la “liberalización” de las drogas ya opera en el mercado, de hecho.
Sin embargo, la criminalización sólo contribuye a empeorar la situación de los consumidores. Esta evidencia fue especialmente relevante en el caso de las drogas inyectables, cuya prohibición, sólo conllevó al aumento del SIDA, como resultado del escaso control sobre las jeringas que realizaba la población que usaba drogas. Las experiencias de los países que regularon y controlaron las drogas inyectables muestran que, hasta donde lo sabemos, éste es no “un” camino, sino “el” único camino.
En síntesis; el prohibicionismo sólo condujo a un efecto de “desregulación” y “liberalización” de las drogas, dejando a los consumidores librados a las fuerzas –bastante oscuras- del mercado “clandestino” de las drogas, con sus ingentes ganancias, su violencia incrustada y su inmenso poder corruptor. Si realmente estamos preocupados por los consumidores de drogas, debemos dejar que el Estado “entre” en ese campo y desarrolle políticas sanitarias integrales. Como se entenderá, al igual que sucedía con la despenalización del aborto, si el Estado no despenaliza la práctica, es muy difícil que pueda dar servicios de asesoramiento, desarrollar políticas de prevención y establecer dispositivos de tratamiento tanto de adictos como de consumidores.
La razón general para sostener esto, es muy simple: sólo podemos controlar lo que conocemos. Si lo que nos importan son los adictos; la prohibición y “clandestinización” de los comportamientos de los consumidores, hará imposible cualquier política sanitaria. Por otra parte, el Uruguay es demasiado pequeño para emprender una “lucha contra el narcotráfico” que tenga la mínima posibilidad de que de éxito. Ni siquiera toda América Latina unida podría conseguirlo.
En síntesis: los problemas de las drogas son en mayor medida producto de su prohibición que de su consumo. Aún cuando el Estado no controlara nada, y el consumo de drogas fuera absolutamente libre, y los consumidores de drogas pudieran sufrir accidentes puntuales de consumo excesivo o crónico, jamás se alcanzarían las decenas de miles de muertos, o la consolidación de una economía subterránea, efectos que han sido provocados por su prohibición. ¡El modelo debe abandonarse!
3. La adicción está en la persona y no en la droga
La evidencia proporcionada por los estudios económicos basados en modelos de comportamiento indican que todas las drogas recuerdan al alcohol: existen muchos usuarios ocasionales, un pequeño número de usuarios intensos, y un número aún menor de usuarios intensos durante años.
En segundo lugar, indican que el carácter adictivo no refiere a la sustancia en sí misma: es el vínculo de las personas con la sustancia lo que hace a la adicción.
En tercer lugar, las drogas más adictivas no son la marihuana, ni la cocaína, ni la pasta base. Las drogas más adictivas son el alcohol, el cigarrillo y la cafeína.
Estas evidencias científicas refuerzan la inevitable tendencia al fracaso del modelo puramente prohibicionista, ya que el mismo impide separar el consumo “recreativo” de la adicción, obliga a tratar todo el consumo como “adicción”, y finalmente, al ocultar el fenómeno (por hacer al consumo “clandestino”) impide cualquier política sanitaria eficaz (ya que no sabemos cuántos consumen, cómo consumen, ni qué demandas de tratamiento existen). A ello se agrega el hecho de que, como en el Uruguay está permitido el consumo pero no la comercialización, generamos una política hipócrita, y esquizofrénica: dejamos a los jóvenes consumir, pero los enviamos inevitablemente a comprar en el mercado negro, con las inevitables consecuencias y riesgos que ello acarrea.
4. La prohibición altera los hábitos de consumo estimulando las conductas de riesgo
Pero la prohibición altera los hábitos de consumo al incrementar los costos de transacción y estimular los hábitos de stock. Veamos que significan ambas cosas.
En primer lugar, cuanto más intensa la represión, más riesgos asume el consumidor que va al mercado “negro” a comprar. A su vez, más riesgos asumen las bandas que actúan en el mercado. Y cuando más riesgos asumen, más caro es el producto, y más necesidad tienen de tener armas.
En segundo lugar, la prohibición estimula los hábitos de stock: las personas compran para más de un día. Pero para los jueces, aunque el consumo no sea penado, una persona que se encuentre en posesión de más de lo que precisa para un día o dos, ya “se presume” que será un vendedor (porque tiene más de la llamada “cantidad razonable para el consumo personal” y la determinación de esta cantidad dependerá del juez en cuestión que puede saber mucho, pero en general sabe poco o poquísimo sobre temas de drogas). El juez ni siquiera necesita demostrar que esa persona efectivamente va a vender la droga: lo presume. Y este comportamiento invierte toda la carga de la prueba que hace a un procedimiento penal. De hecho, aunque la legislación no está pensada para castigar al consumo, lo está haciendo.
5. Cuatro prejuicios sobre la marihuana
La marihuana es, después del cigarrillo y el alcohol, la droga más usada. Su “prevalencia” (es decir, su consumo en la población) está, sin embargo, muy por debajo del cigarrillo y el alcohol, drogas ampliamente usadas entre los jóvenes. El consumo problemático de alcohol alcanza a una tercera parte de los adolescentes.
Primer prejuicio: el desconocimiento
El primer prejuicio sobre la marihuana viene de su desconocimiento. Los estudios motivacionales realizados recientemente por la Junta Nacional de Drogas muestran que la gente no conoce mucho sobre la marihuana. Para empezar, la inmensa mayoría nunca han usado esta droga (a diferencia del alcohol o el cigarrillo, ampliamente conocidos). Para seguir, y dada la más baja prevalencia de la marihuana, existe menor “cercanía” con el fenómeno. Finalmente, y dada la “clandestinidad” a que ha sido sometido el uso de la marihuana, el fenómeno, aunque extendido, es poco conocido, analizado, y por consiguiente, escasamente sometido al escrutinio público. Lo único que sale en los informativos son los operativos de “incautamiento” de drogas, con la carga negativa –emocional y normativa- asociada a las mismas.
En síntesis: la población en general sabe poco o muy poco sobre la cannabis, sus usos, sus efectos, sus problemas, su tasa de adicción, y menos aún, sobre sus atractivos. ¿Cómo podremos juzgar certeramente sobre lo que no sabemos? ¿No estaremos guiados más bien por pre-juicios?
Segundo prejuicio: el patriarcalismo negativo de los viejos con los jóvenes
El consumo de marihuana es alto entre los jóvenes y su prevalencia en el total de la población es del 20%: esto es, un 20% de la población entre 15 y 65 años consumió marihuana alguna vez en la vida.
Pero dado que es una droga “juvenil”, el prejuicio está asociado a la edad. Los estudios de la Universidad de la República muestran que la actitud ante las drogas está fuertemente condicionada por la edad de las personas. Los de mayor edad son muy reacios a escuchar y entender cualquier cosa relacionada con estas drogas “ilegales”, aunque ellos mismos son representantes de las generaciones que consumieron las drogas más importantes del Uruguay: el alcohol y el tabaco. Pero cuesta que puedan ver a la marihuana como una droga “más”, y la “clandestinización” de la marihuana, unida al prejuicio y al desconocimiento, van de la mano con esta tajante separación que hacen entre unas drogas y otras.
Si a estas mismas generaciones se les preguntara si estaría bien prohibir el alcohol, seguramente la inmensa mayoría estaría en contra de cualquier política prohibicionista. Curiosamente, los estudios muestran que estas generaciones más viejas no tienen mucha conciencia de lo malo que es el alcohol. Por ello, cuando la gente recurre a algún tratamiento contra el alcohol (es decir, cuando se convence, al fin, de que tiene problemas de adicción), la edad promedio son los cincuenta años, cuando los estragos del alcohol muchas veces son, irreversibles.
Tanto “permisividad” en casa propia (el consumo de alcohol en adultos), y tanto prohibicionismo en casa ajena (el consumo de marihuana en los jóvenes), es como mínimo “paternalista”. Pero un paternalismo especialmente negativo: ya que la preocupación por prohibir y controlar no es más que pre-ocupación. En realidad, no nos ocupamos de nada.
Tercer prejuicio: el efecto “escalera”
A menudo se dice: “bueno, la marihuana no es tan mala, pero es la puerta de entrada a otras drogas”, y a esto se le llama el “efecto escalera”. Se empieza con una droga, y se sigue con otras, en una escalera de mayor intensidad (en tipo de drogas y frecuencia de uso). Así, la primera droga –aunque no sea tan lesiva- es la que estimula al uso del resto.
Pues no. No es esto lo que los estudios dicen. De hecho, la marihuana no opera como “puerta de entrada” a otras drogas, y su consumo es tardío con relación a nuestras drogas “líderes”: el alcohol y el tabaco. Así que lo primero que usan los jóvenes no es la marihuana, sino el alcohol y el tabaco (sin hablar de la mateína, la cafeína, con niveles de adicción altísimos).
Pero además, la progresividad en el uso de las drogas, no es un problema de “la” droga, sino de la persona. Así como algunos toman alcohol de vez en cuando –la mayoría- y otros –unos pocos- se vuelven alcohólicos, el uso de drogas para lo que se llama “consumo recreativo” es muy diferente de la adicción. La mayoría de las personas que usan drogas no son adictas. ¿Cuesta tanto entenderlo?
Cuarto prejuicio: el consumo de drogas se vincula con la pérdida de lazos familiares y el mal desempeño estudiantil y laboral
Nuestra imagen sobre las drogas tiende a asociar su uso con comportamientos criminales (la pasta base y el crimen) o marginales.
La violencia y la criminalidad en el Uruguay no están asociadas al consumo de drogas, por mucho que pueda parecer. Porque entre lo que parece y lo que es, hay diferencias, y todos debiéramos hacer una sana crítica de lo que “creemos que pasa”.
Si bien hay crímenes que tienen como base el narcotráfico, y esto impacta directamente en el número y características de los delitos, insistimos: esto tiene más que ver con la prohibición de las drogas que con su consumo.
Pero las personas cometen actos violentos contra los otros, o contra sí mismas, con absoluta independencia del consumo de alcohol, psicofármacos (que se consumen y mucho y sobre los que no se habla…) o drogas. No hay relación entre criminalidad y consumo de drogas.
Pongamos un ejemplo más directo: un caso de violencia doméstica donde hay alcohol. Sí, es verdad, el consumo de alcohol puede ser un coadyuvante a la situación (ya que al consumirlo, nuestros “superyó” se distiende, y el sentido de la culpa se reduce) , pero no la causa. Si hay violencia en las relaciones de género, es porque hay una cultura patriarcal que la justifica, y la estimula. Y cuando esa cultura patriarcal se da de patadas con la realidad (y las mujeres se liberan, y los hombres se frustran por no poder cumplir con el mandato patriarcal de la autoridad y la provisión de bienes), la violencia surge con fuerza inusitada. El alcohol puede “ayudar” pero jamás causar el problema.
La creencia en que la violencia es estimulada por las drogas, es una tentación fácil y un atajo moral: en ese caso, la violencia viene “de afuera”. No somos enteramente responsables (recuérdese que en el Código Penal el alcohol era un “atenuante” para los crímenes, porque se consideraba que bajo su influjo las personas no eran enteramente responsables por sus actos). Pero lo cierto es que, como decía una vieja película “la violencia está en nosotros”. Nada tiene que ver con las drogas.
La marihuana, además de ser una droga tardía, se consume entre los estudiantes de “clase media”, y no parece, de acuerdo a los estudios disponibles sobre el tema, tener efectos ni sobre el desempeño escolar o educativo de los alumnos, ni sobre su vida de relación.
Al mismo tiempo, como es depresora del sistema nervioso central, difícilmente podría estimular a cometer crímenes de ningún tipo.
Permítaseme citar cómo se introdujo la cannabis como droga “prohibida” para ver hasta qué punto el prejuicio guió las convenciones internacionales. Su introducción en 1925 fue solicitada por Egipto, a partir de un estudio sobre hashish realizado por un inglés que fue responsable de la Oficina sobre Demencia, que la responsabilizaba de la depresión y el “éxtasis religioso” de los pacientes. Lamentablemente John Warnock, autor del estudio, no sabía una palabra de árabe….y sus conclusiones sobre los pacientes que trataba, son hoy ampliamente desechadas. Pero allí quedó. Y años después, en 1955 Pablo Wolff, secretario del Comité de Expertos sobre Drogas que crean adicciones, al presentar su informe sobre la cannabis para que la Organización Mundial de la Salud (OMS) adoptara esta convención, incluye recortes de diarios sudamericanos –a modo de prueba- sobre jóvenes criminales que usaban drogas hablando de la “influencia criminológica” de la resina de cannabis.
Es hora de cambiar. Todos saben que es hora de cambiar. Ahora, hay que hacerlo. Uruguay puede, como en tantas otras cosas, dar el ejemplo. Ser ese país de “vanguardia” que aprobó el divorcio, la separación de la iglesia y el Estado, y tantos otros derechos en la temprana infancia de su vida como nación. Aprobamos matrimonio igualitario, aprobamos despenalización del aborto, y creemos que hay una agenda de “convivencia” que va mucho más allá del marco “duro” de la agenda de seguridad.
El momento es ahora, y a eso nos abocamos con el proyecto de ley que está a estudio en el Parlamento. Conmino a todos y todas a leerlo, informarse, debatir, cuestionar, pero nunca dejar de preguntarse: ¿qué hacer? Pues recordemos: la ausencia de políticas es también una política.

Tomado de: http://www.constanzamoreira.com/marihuana-del-prejuicio-a-la-responsabilidad-politica/

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