La corrupción estructural
Ciro Hernández
Rebelión
Política: “ Actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos”. Esta es la acepción número siete que aparece en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE) para definir lo que significa la palabra política. A partir de aquí: ¿Cuán contrario pude resultar para el sentido común la idea de que los asuntos públicos se acaben confundiendo con los privados? Todos sabemos que por definición lo público y lo privado son dos ámbitos claramente diferenciados precisamente para establecer unas reglas de juego en cada uno ellos que son radicalmente diferentes.
Así debe ser. En los asuntos públicos —y en la pura en teoría— nunca se debe obrar movido por el afán de lucro, con ánimo de enriquecerse. Justo cuando ocurre algo así es cuando todos lo vemos como «corrupción». Precisamente esto es lo que trata de evitar nuestro sistema político formalmente democrático en España mediante la tipificación de delitos como la malversación de fondos públicos o el cohecho, y con la creación de instancias jurídicas específicas como la Fiscalía Anticorrupción y el Tribunal de Cuentas. A los intentos por controlar este efecto indeseado, la corrupción, se viene a sumar ahora la todavía inexistente Ley de Transparencia. Pués bien, aquí nos encontramos con un serio problema, mucho más complicado de lo que parece, que apenas sí queda resuelto con todas estas iniciativas.
No obstante esto último la cosa no es en absoluto difícil de entender. Resulta que cuando nos dedicamos a los negocios privados nuestro mayor anhelo debe ser el de enriquecernos; debe ser así según la doctrina ideológica que da aliento al capitalismo. Según ella, la codicia es la que lleva al gestor privado a optimizar los recursos económicos para tener éxito en su propio negocio y conseguir lucrativos beneficios y dividendos, o bien se arriesga a ‘perecer bajo la presión de la despiadada competencia en el mercado’.
Pero insistimos, debe quedar claro que esto nunca puede ocurrir en la gestión de los asuntos públicos. No en balde, desde la misma lógica capitalista viene a resultar que por eso la administración pública es tan ineficiente: según ella la administración carece del incentivo que conlleva ‘ganar o perder’ en la aventura de la economía privada como sí que ocurre con la gestión de los negocios e iniciativas que se realizan en el régimen del mercado.
Repasando lo dicho: aquellos que se encargan de los asuntos públicos deben gestionar los dineros procedentes de la recaudación pública con un celo extraordinario porque esos dineros son de todos y, en consecuencia, en ningún caso pueden intentar lucrarse con ellos. Para poder llevar a cabo esta gestión de las finanzas públicas los políticos han de someterse al refrendo del sufragio popular y legitimarse mediante los votos tan duramente disputados. Y, una vez al frente de la administración, entonces deben renunciar a enriquecerse porque, aparte de tener que demostrar su competencia haciendo un uso social y útil del gasto público, además han de aparecer absolutamente honrados a los ojos de sus votantes si quieren revalidarse en el cargo. Por último, también deben hacerlo porque los políticos están permanentemente fiscalizados por ciertas instancias para impedir su enriquecimiento desde la gestión de esos asuntos públicos.
Hasta aquí todo correcto. Por el otro lado, no nos olvidemos de que los que se dedican a los negocios privados tienen legitimidad para enriquecerse. Todo lo más que se les exige es que lo hagan a partir de su dinero o del de sus socios ricos que quieren ser más ricos; esto sin tomar en consideración cual haya podido ser el origen de sus recursos financieros ni si, efectivamente, ese capital inicial procede de actividades tan lícitas y honradas como lucrativas. Aun peor. Debemos ignorar el mecanismo real por el que las inversiones aumentan su valor a costa del público consumidor y de los trabajadores productores.
Que me perdonen, pero visto así la verdad es que el sistema empieza a parecer bastante inconsistente. ¿Los responsables públicos han de conformarse con una vida austera equiparable a la de cualquier ciudadano de pié mientras los gestores privados pueden y deben amasar fortunas a manos llenas? ¡Que desfachatez! Quienes representan políticamente al sistema capitalista y lo justifican con su exposición pública al frente del gobierno y de la administración deben ser austeros, honestos y ejemplares. En cambio, los sórdidos y desconocidos emprendedores que gestionan todo tipo de empresas en ‘la jungla’ económica del mercado ¿deben tener a gala los éxitos de sus negocios exhibiendo las lucrativas ganancias, los dividendos perfectamente expuestos en sus cotizaciones bursátiles y en sus onerosas rentas?
Por supuesto, que nadie equivoque el razonamiento. Aquí no se trata de que se permita a los gestores públicos enriquecerse porque, evidentemente, eso llevaría al colapso de todo el sistema. Se trata de explicar la inevitable corrupción estructural del sistema capitalista.
La corrupción estructural
¿Qué ocurre cuando el interés de los asuntos públicos se encuentra con el interés de los negocios privados? La hecatombe.
Pensar en la posibilidad de que las administraciones públicas y los políticos que las dirigen puedan operar y tomar sus decisiones totalmente al margen o de forma autónoma con respecto al sector privado de una economía capitalista es tan absurdo como ilusorio. Es más, existe toda una teoría que reduce la práctica política capitalista a la conciliación entre los encontrados intereses públicos y privados. Algo que solo resultará posible siempre que no sean totalmente antagónicos. Este último es el caso de las conocidas «externalidades».
Algunos tópicos ejemplos de las relaciones entre lo público y lo privado los encontramos en los ‘subcontratistas’ de la administración, en la concesión de las licencias administrativas para diferentes actividades, en la inspección, regulación y supervisión a la que hay que someter a la iniciativa privada para garantizar la correcta y suficiente prestación de un servicio, en el control y la exigencia tributaria, en la calificación y enajenación de los terrenos… en la regulación y tipificación de las actividades económicas en general… y en muchas otras relaciones entre la política y el sector empresarial privado, multiplicadas por mil, sobre las que resultaría prolijo extenderse en este breve artículo.
Así las cosas ¿Qué pensará un político presionado por una corporación o empresa que tenga poderosos intereses que proteger? ¿Acaso pensará qué merece la pena atender primero al interés de quienes le han votado a sabiendas de que lo que obtendrá por su labor nunca se aproximará ni de lejos a lo que gana un miembro del Consejo de Administración de esa corporación? Más modestamente, ¿acaso el Concejal de Urbanismo va a renunciar alegremente a la ‘mordida’ que le ofrece el constructor de turno por recalificar sus terrenos conociendo las beneficiosas rentas del empresario? ¿O el alcalde y los concejales van a evitar asignar la contrata a la empresa que les ‘unte’ si saben lo que gana su gestor y lo que ganan ellos?.. Sin duda que va en la honradez de cada cual el aprovechar estas oportunidades envenenadas o el dejarlas pasar. Pero la propia mentalidad que promueve el capitalismo anima a buscar un dinero que ni siquiera es tan fácil de obtener. Cuanto trabajo, cuantos recursos, cuanto tiempo y esfuerzo hay invertidos en alcanzar el cargo dentro de las duras condiciones de la competencia electoral y política. Para el político debe carecer de algún sentido conformarse solo con las relativamente exiguas rentas del cargo, sobre todo si las compara con las retribuciones de los gestores empresariales con los que tiene que negociar condiciones y acuerdos.
Insistimos en que esta no es una justificación de la corrupción, es una explicación de sus causas estructurales en el capitalismo. La tesis es muy sencilla: es imposible establecer con claridad meridiana la separación jurídica entre las actividades públicas y las privadas para logar que se respeten las reglas en cada ámbito. Por eso, ni las leyes, ni los organismos públicos tienen suficiente capacidad para controlar la corrupción. Bastaría seguir el largo rosario de causas abiertas contra la corrupción a lo largo de la historia del capitalismo para comprobar dos cosas: primera, la inevitable recurrencia del fenómeno; segunda, los confusos y limitados efectos jurídicos de los procedimientos arbitrados contra ella.
Como podemos comprobar una vez más a la luz de unos acontecimientos a los que la mayoría asistimos como indignados y desconcertados espectadores, la corrupción en el sistema capitalista es estructural y es inevitable. Lo ha sido desde que existe, en todos los países, en todas las épocas. Seguirá siendo así mientras perdure el capitalismo. Sólo la extensión del ámbito público a la totalidad de la actividad económica podrá hacer de la corrupción un hecho eventual y muy singular.
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