EL TESTIMONIO DE UNA VICTIMA EN EL MEGAJUICIO POR LOS CRIMENES COMETIDOS EN LA PERLA. Los represores acusados por los delitos de lesa humanidad perpetrados en La Perla son 52.
Susana Strauss era ama de casa y fue secuestrada en
1976, después de haberse animado a denunciar la desaparición de un
trabajador. Sufrió torturas y cautiverio durante más de un año. “Yo me
defendía de todo ese horror cantando”, contó ante el tribunal.
Desde Córdoba
Susana Strauss tiene 69 años y es tan hermosa como avasallante su vitalidad. Los ojos azules le brillan como joyas y se ríe y llora con igual intensidad cuando revive, ante el Tribunal Oral Federal Nº 1, la historia que la llevó desde la cocina de su casa a los campos de concentración de la dictadura, a las cárceles durante un año y un mes. “Yo vivía en el barrio del Sindicato de Empleados Públicos (SEP) –un asentamiento obrero al sur de la capital cordobesa–. Sabíamos que había personas desaparecidas. Como en aquella época estábamos todavía en construcción, siempre había albañiles de guardia para que no nos robaran los materiales. Un día (de enero de 1976), noté que uno de ellos, (José del) Pilar López, dejó de venir a trabajar. Nos llamó la atención a mí y a mi marido y fui a la guardia a preguntar por él. Me dijeron que hacía mucho que no lo veían, y que también había venido su esposa... Y mire, señor juez, a mí no se me ocurrió mejor cosa que ir a la (comisaría) 10ª en Córdoba, y denunciar la desaparición.”
Apenas ocurrido el golpe, los allanamientos y los camiones militares comenzaron a ser una constante en el barrio: “Un día mis hijas estaban jugando en el patio. Sentimos ruidos de corridas y cuando me asomé, vi que las estaban apuntando con armas –el aplomo de Susana se diluye no bien lo dice. Se cubre los ojos y la voz se le parte en pedazos–. Miren... las dejaron entrar, pero fue terrible ver eso”. La mujer cuenta que los represores se fueron llevando a sus amigos. “Los que quedaban me contaron que siempre preguntaban por mí. Y como yo no quería que pensaran que tenía algo para esconder o me estaba escapando, fui al sindicato (el SEP) que estaba intervenido, me presenté ante un abogado, (Juan Carlos) “Canco” Vega, y un capitán Barbieri. Le dije que no quería que piensen que me estaba escapando. ¡Cómo habré sido de ingenua, que cuando ese fin de semana nos fuimos a las sierras con mi marido y mis hijas, puse un papelito en la puerta diciendo ‘estoy en tal lugar’!” La ironía se mezcla con la tristeza: “El 26 de agosto me fueron a buscar”.
Susana Strauss relata con tanta pasión y detalle que la escena parece corporizarse en la sala: “Me acuerdo de que eran como las seis de la tarde cuando llegaron, porque yo les estaba dando la leche a mis chicas y en la tele estaban viendo Calculín (un programa de tevé infantil de entonces). Mi casa era un dúplex y estaba totalmente abierta, como siempre. Eramos muy de guitarreadas, de amigos, de mates. No les costó entrar. La turba me registró toda la casa. Me dijeron que me iban a llevar. En ese momento había un primo de mi marido que era abogado y estaba de visita. Les mostró su carnet, les pidió que no me llevaran, pero no hubo caso. Mis hijas se pegaban a mis piernas y lloraban... pobrecitas... no me querían dejar ir. Y yo, asustada como estaba, les pedí a estos tipos que me dejaran llevarlas a mi vecina de abajo, “La Abuela”. El barrio entero le decía La Abuela... Pedí llevar mi documento, un abrigo. Ellos revolvían y revolvían y me preguntaban: ‘¿Susana Strauss, Susana Strauss?’ Sí, les decía yo. Parece que, como no encontraban nada de lo que buscaban, les costaba creer que era yo a la que tenían que llevar”.
La subieron en el asiento delantero de un camión. Ella recuerda que lo vivía todo como un mal sueño: “Me llevaron al (Batallón) 141. Hablaban por aparatos: ‘ciervo hablando a comadreja’ y decían ‘acá tengo un paquete’. Imaginé que el paquete era yo... Ahí me envolvieron en una frazada que sacaron de mi casa, y me tiraron atrás de un camión. De ahí tomaron rumbo al Campo de La Ribera. Lo supe por el olor de las curtiembres... Lloraba ahí envuelta... Me despedí de mi familia, de mi esposo, de mis hijas, pensé que ese era el final”.
La primera noche la pasó tirada en una colchoneta preguntando a quienes estaban alrededor por qué estaban, quiénes eran. Al día siguiente, el primer interrogatorio: “‘Nosotros sabemos que sos comunista’, dijeron. Grité que no. ‘Entonces sos de la OSA’. Yo no tenía idea de qué era eso, después mis compañeras me dijeron que era la Organización Sionista Argentina. Me decían que era judía. Yo les dije que sí, pero que no era creyente. ¡Para qué les habré dicho eso! –sonríe con pena–. ‘Si no sos creyente, sos comunista’, me contestaron y me pegaron un cachetadón en el oído que me atontó y me dejó sorda por varias horas”.
Susana cuenta que le preguntaban por su marido, sus amigos, sus actividades. “Yo era sólo una ama de casa. Mi marido trabajaba en EPEC. Ahí me mostraron una foto mía en el velorio del Gringo (Agustín) Tosco. Y querían saber por qué me gustaba Tosco, y yo les contesté por todo lo que había conseguido para los trabajadores. Yo no sabía todavía cuál había sido mi culpa para estar ahí, para que me tengan atada, tirada en el suelo, fuera de mi casa. En un tercer interrogatorio, me lo dijeron: ‘Usted está aquí por P. P.’ ¿Y eso qué es?, pregunté. ‘Por pelotuda’, me contestaron.”
Cantar para (sobre) vivir
Nada era tan lineal. No sólo la solidaridad de Susana, cuando denunció la desaparición del obrero, la hizo blanco del terrorismo de Estado: uno de sus vecinos del barrio, un represor de los 52 que ahora están sentados en el banquillo de los acusados, había puesto sus ojos en ella. La belleza y la vitalidad de Susana despertaron la codicia de un informante civil de la horda de Luciano Benjamín Menéndez, Ricardo Lardone. Un represor conocido como “Fogo” o “Fogonazo”, ya que se dedicaba a sacar fotos en las movilizaciones y en las universidades que utilizaba para la delación.
Susana denunció ante los jueces que fue este hombre el que, en una ocasión en el Campo de la Ribera, mientras ella estaba tabicada, se le acercó al oído y le dijo “¡pero cómo no vas a tener loco a tu marido con esos ojos!”. La mujer razonó entonces –y ahora en juicio–: “¿Y cómo sabía él cómo eran mis ojos, si desde que llegué a ese campo estaba vendada?”.
Susana le reconoció la voz muchos años después, cuando, ya liberada, lo escuchó hablando en el barrio con “un gordo grandote de voz aflautada que yo sí había visto y oído en el campo de tortura”.
–¿Cómo supo que era él?, le preguntó el juez Jaime Díaz Gavier.
–Una noche un tipo me sacó de donde estaba con las compañeras y me dijo eso al oído, lo de los ojos... Yo pensé que iba a una violación, pero alguien le dijo que me devolviera a mi lugar... También había entre ellos uno grandote, gordo, con voz aflautada. A ese lo vi. Y es ése el que estaba con Lardone en el barrio. Y Lardone me conocía. El me había sacado la foto en el velorio de Tosco. Nos habíamos encontrado y él hasta me preguntó qué hacía ahí, y yo le dije “lo mismo que vos, vine al velorio”. El sabía cómo me llevaba yo con mi marido.
Susana en ningún momento quiere hablar de torturas. Y menos aún de violaciones. “Yo me defendía de todo ese horror, de los gritos y de eso que no entendía, cantando.”
–¿Y qué cantaba?, quiso saber el juez.
–Canciones infantiles. Yo siempre canto. Soy muy alegre. Siempre he sido así. Ahí encerrada y todo cantaba: “Estamos invitados a tomar el té...” –entona, y los jueces la escuchan sorprendidos, hasta con ternura, mientras ella se desliza por los versos de María Elena Walsh–. Ellos me querían hacer callar a toda costa, pero apenas se iban yo seguía con “La reina de la batata” o lo que fuera... Así que cuando liberaron a algunos, mi esposo supo que yo todavía estaba viva. Cuando le contaron que había una que cantaba todo el tiempo esas cosas, él se dijo: “sí, es ella, nunca para de cantar”.
Del Campo de la Ribera, Susana fue trasladada a la cárcel El Buen Pastor.
“Me llevaron con una chica Ewi, con Susana Panero y la Hilda Toranzo. Me acuerdo que cuando llegamos, nos empujaron del camión y ahí nos recibieron unas monjas.” En esa prisión, Susana retuvo una escena que dejó en claro, una vez más, la complicidad de la Iglesia con los represores: “Una noche trajeron una chica. Estaba embarazada. La madre superiora le dijo al militar que la trajo: ‘Lo felicito, están haciendo muy bien las cosas’. Y le dio la mano. Yo pregunté quién era el tipo, y me contestaron que el coronel Fierro”. Presente en la sala, el acusado (Raúl Eduardo) Fierro trata entonces de despertarse del eterno letargo en el que entró –o en el que simula estar– desde el comienzo del juicio.
Susana se descompone cuando recuerda a la muchacha: “Conseguí que me dejaran llevarle un té con un bollo de pan. La chica estaba muy mal. Me dijo que le acababan de reventar la casa y que tenía cinco niñitos adentro... Nunca supe su nombre. Nunca...”.
La testigo se esfuerza por recordar a cada una de sus compañeras de presidio. Se enoja con ella misma cuando no lo logra. Desde El Buen Pastor la llevaron a la UP1 (la cárcel de barrio San Martín), ahí vio, entre otras a Marta Sandrino: una chica que había sido baleada en la columna vertebral y que tenía “un hueco en la espalda por donde se podía meter un puño cerrado”. Marta –varias testigos lo corroboraron– estaba malherida y sin ningún tipo de atención médica. “Sé que logró sobrevivir, pero nunca voy a olvidarme del olor a podrido que desprendía su cuerpo debajo de una manta...” Lo que siguió fue el traslado “atadas como matambres en la panza de un Hércules C-130, mientras abrían la puerta y simulaban que nos iban a tirar... No nos dejaban ir al baño, pero nos tiraban agua fría... La tortura era permanente. Yo dejé de menstruar en todo ese tiempo... Creo que fueron los tres años y pico así. Y cuando llegamos a Devoto, nos pasó algo horrible”.
La energía de Susana parece esfumarse de golpe cuando tanto ella como su cuerpo recuerdan. Lentamente alza los brazos y pone sus manos detrás de la nuca. Cierra los ojos y relata, con las mejillas enrojecidas y repentinamente mojadas: “Así nos hicieron desfilar, caminar desnudas en una capilla... Ellos se pusieron detrás del altar como si fuesen curas –Susana llora, todavía, la humillación–. Nos miran, nos dicen cosas horribles...”. El sollozo entrecortado se escucha ahora en toda la sala, el perverso desfile es tiempo presente para la prisionera y sus compañeras de cautiverio. “Ellos disfrutan... Nos hacían caminar y dar vueltas una y otra vez con los brazos así...”
Cuando regresa, cuando abre los ojos ante el tribunal, está furiosa. “¡No, no quiero volver a llorar. No quiero! Así que ahora les cuento algo que me dolió mucho para no volver a llorar. Una vez entraron a mi celda y preguntaron: ‘¿Hay cucarachas, chinches, hay judíos?’ Yo me iba a levantar, pero una compañera no me dejó. Me agarró de una pierna y me dijo ¿No te das cuenta de que son nazis?”
La liberación llegó una noche. “¡Susana Strauss, traslado con efecto!, gritó uno de los guardias.” Entre la alegría y el desgarro, la mujer recuerda: “Mis compañeras me abrazaban y no me querían dejar ir. Yo era la que contaba cuentos, la que les cantaba... Vinieron los carceleros y me sacaron de ahí de los brazos. Mientras me iba, les canté el ‘Avemaría’. Esa fue una forma de despedirme de ellas”.
La tuvieron unos días en una comisaría porteña. Les cambió a los policías “cebadas de mate para que me dejaran hacer una llamada”. Gracias a eso, su esposo llegó a buscarla desde Córdoba: “Era el 23 de septiembre de 1977. Llegó en un Fiat 600. Yo estaba tan feliz, que cuando subí al autito me pareció gigante”.
Antes de que Susana finalizara su testimonio, uno de los defensores le enrostró: “Usted nunca habló de golpes en otras declaraciones, y ahora dice que le pegaron en el Campo de la Ribera”.
–Es que yo, durante muchos años, no dije que me golpearon... No quería que mi marido y mis hijos supieran –su familia está en la sala, se toman de las manos, se sostienen casi sin respirar–. Yo decía cachetadas... Mire –se anima mientras toma aire–, recién hace quince días que se lo dije a mi familia, que me habían golpeado. Una psicóloga me ayudó. Es que yo he visto gente picaneada, terriblemente golpeada, y me parecía que lo mío era nada... Ahora sé que el dolor de oído y de dentadura que todavía tengo es por esos golpes.... Ser maltradada, pasar de ser una simple ama de casa a ser presa y torturada... Hay muchas cosas que no dije. Cosas que me pasaron y que nunca, pero nunca las voy a decir –ahora Susana estalla y parece no poder parar su descarga–. ¡Mire, mis padres ya habían sufrido el nazismo... De mi familia en el mundo quedaron cuatro o cinco, a los demás, los nazis los hicieron jabón. Y mi padre del susto, cuando me secuestraron, se fue del país con mi hermana y mi sobrino... ¡Quedé sola! ¡Sola de ellos! Gracias a Dios me quedó la familia que había formado yo... ¡Y todo eso se lo debo a estos golpeadores de miércoles! –señala a los imputados–. ¡Por culpa de ellos estoy así! Llora de bronca, pero la bronca la sostiene y desafía al defensor:
–Dale, ¿me querés preguntar algo más?
–No –contestó el abogado, casi con vergüenza.
Susana Strauss tiene 69 años y es tan hermosa como avasallante su vitalidad. Los ojos azules le brillan como joyas y se ríe y llora con igual intensidad cuando revive, ante el Tribunal Oral Federal Nº 1, la historia que la llevó desde la cocina de su casa a los campos de concentración de la dictadura, a las cárceles durante un año y un mes. “Yo vivía en el barrio del Sindicato de Empleados Públicos (SEP) –un asentamiento obrero al sur de la capital cordobesa–. Sabíamos que había personas desaparecidas. Como en aquella época estábamos todavía en construcción, siempre había albañiles de guardia para que no nos robaran los materiales. Un día (de enero de 1976), noté que uno de ellos, (José del) Pilar López, dejó de venir a trabajar. Nos llamó la atención a mí y a mi marido y fui a la guardia a preguntar por él. Me dijeron que hacía mucho que no lo veían, y que también había venido su esposa... Y mire, señor juez, a mí no se me ocurrió mejor cosa que ir a la (comisaría) 10ª en Córdoba, y denunciar la desaparición.”
Apenas ocurrido el golpe, los allanamientos y los camiones militares comenzaron a ser una constante en el barrio: “Un día mis hijas estaban jugando en el patio. Sentimos ruidos de corridas y cuando me asomé, vi que las estaban apuntando con armas –el aplomo de Susana se diluye no bien lo dice. Se cubre los ojos y la voz se le parte en pedazos–. Miren... las dejaron entrar, pero fue terrible ver eso”. La mujer cuenta que los represores se fueron llevando a sus amigos. “Los que quedaban me contaron que siempre preguntaban por mí. Y como yo no quería que pensaran que tenía algo para esconder o me estaba escapando, fui al sindicato (el SEP) que estaba intervenido, me presenté ante un abogado, (Juan Carlos) “Canco” Vega, y un capitán Barbieri. Le dije que no quería que piensen que me estaba escapando. ¡Cómo habré sido de ingenua, que cuando ese fin de semana nos fuimos a las sierras con mi marido y mis hijas, puse un papelito en la puerta diciendo ‘estoy en tal lugar’!” La ironía se mezcla con la tristeza: “El 26 de agosto me fueron a buscar”.
Susana Strauss relata con tanta pasión y detalle que la escena parece corporizarse en la sala: “Me acuerdo de que eran como las seis de la tarde cuando llegaron, porque yo les estaba dando la leche a mis chicas y en la tele estaban viendo Calculín (un programa de tevé infantil de entonces). Mi casa era un dúplex y estaba totalmente abierta, como siempre. Eramos muy de guitarreadas, de amigos, de mates. No les costó entrar. La turba me registró toda la casa. Me dijeron que me iban a llevar. En ese momento había un primo de mi marido que era abogado y estaba de visita. Les mostró su carnet, les pidió que no me llevaran, pero no hubo caso. Mis hijas se pegaban a mis piernas y lloraban... pobrecitas... no me querían dejar ir. Y yo, asustada como estaba, les pedí a estos tipos que me dejaran llevarlas a mi vecina de abajo, “La Abuela”. El barrio entero le decía La Abuela... Pedí llevar mi documento, un abrigo. Ellos revolvían y revolvían y me preguntaban: ‘¿Susana Strauss, Susana Strauss?’ Sí, les decía yo. Parece que, como no encontraban nada de lo que buscaban, les costaba creer que era yo a la que tenían que llevar”.
La subieron en el asiento delantero de un camión. Ella recuerda que lo vivía todo como un mal sueño: “Me llevaron al (Batallón) 141. Hablaban por aparatos: ‘ciervo hablando a comadreja’ y decían ‘acá tengo un paquete’. Imaginé que el paquete era yo... Ahí me envolvieron en una frazada que sacaron de mi casa, y me tiraron atrás de un camión. De ahí tomaron rumbo al Campo de La Ribera. Lo supe por el olor de las curtiembres... Lloraba ahí envuelta... Me despedí de mi familia, de mi esposo, de mis hijas, pensé que ese era el final”.
La primera noche la pasó tirada en una colchoneta preguntando a quienes estaban alrededor por qué estaban, quiénes eran. Al día siguiente, el primer interrogatorio: “‘Nosotros sabemos que sos comunista’, dijeron. Grité que no. ‘Entonces sos de la OSA’. Yo no tenía idea de qué era eso, después mis compañeras me dijeron que era la Organización Sionista Argentina. Me decían que era judía. Yo les dije que sí, pero que no era creyente. ¡Para qué les habré dicho eso! –sonríe con pena–. ‘Si no sos creyente, sos comunista’, me contestaron y me pegaron un cachetadón en el oído que me atontó y me dejó sorda por varias horas”.
Susana cuenta que le preguntaban por su marido, sus amigos, sus actividades. “Yo era sólo una ama de casa. Mi marido trabajaba en EPEC. Ahí me mostraron una foto mía en el velorio del Gringo (Agustín) Tosco. Y querían saber por qué me gustaba Tosco, y yo les contesté por todo lo que había conseguido para los trabajadores. Yo no sabía todavía cuál había sido mi culpa para estar ahí, para que me tengan atada, tirada en el suelo, fuera de mi casa. En un tercer interrogatorio, me lo dijeron: ‘Usted está aquí por P. P.’ ¿Y eso qué es?, pregunté. ‘Por pelotuda’, me contestaron.”
Cantar para (sobre) vivir
Nada era tan lineal. No sólo la solidaridad de Susana, cuando denunció la desaparición del obrero, la hizo blanco del terrorismo de Estado: uno de sus vecinos del barrio, un represor de los 52 que ahora están sentados en el banquillo de los acusados, había puesto sus ojos en ella. La belleza y la vitalidad de Susana despertaron la codicia de un informante civil de la horda de Luciano Benjamín Menéndez, Ricardo Lardone. Un represor conocido como “Fogo” o “Fogonazo”, ya que se dedicaba a sacar fotos en las movilizaciones y en las universidades que utilizaba para la delación.
Susana denunció ante los jueces que fue este hombre el que, en una ocasión en el Campo de la Ribera, mientras ella estaba tabicada, se le acercó al oído y le dijo “¡pero cómo no vas a tener loco a tu marido con esos ojos!”. La mujer razonó entonces –y ahora en juicio–: “¿Y cómo sabía él cómo eran mis ojos, si desde que llegué a ese campo estaba vendada?”.
Susana le reconoció la voz muchos años después, cuando, ya liberada, lo escuchó hablando en el barrio con “un gordo grandote de voz aflautada que yo sí había visto y oído en el campo de tortura”.
–¿Cómo supo que era él?, le preguntó el juez Jaime Díaz Gavier.
–Una noche un tipo me sacó de donde estaba con las compañeras y me dijo eso al oído, lo de los ojos... Yo pensé que iba a una violación, pero alguien le dijo que me devolviera a mi lugar... También había entre ellos uno grandote, gordo, con voz aflautada. A ese lo vi. Y es ése el que estaba con Lardone en el barrio. Y Lardone me conocía. El me había sacado la foto en el velorio de Tosco. Nos habíamos encontrado y él hasta me preguntó qué hacía ahí, y yo le dije “lo mismo que vos, vine al velorio”. El sabía cómo me llevaba yo con mi marido.
Susana en ningún momento quiere hablar de torturas. Y menos aún de violaciones. “Yo me defendía de todo ese horror, de los gritos y de eso que no entendía, cantando.”
–¿Y qué cantaba?, quiso saber el juez.
–Canciones infantiles. Yo siempre canto. Soy muy alegre. Siempre he sido así. Ahí encerrada y todo cantaba: “Estamos invitados a tomar el té...” –entona, y los jueces la escuchan sorprendidos, hasta con ternura, mientras ella se desliza por los versos de María Elena Walsh–. Ellos me querían hacer callar a toda costa, pero apenas se iban yo seguía con “La reina de la batata” o lo que fuera... Así que cuando liberaron a algunos, mi esposo supo que yo todavía estaba viva. Cuando le contaron que había una que cantaba todo el tiempo esas cosas, él se dijo: “sí, es ella, nunca para de cantar”.
Del Campo de la Ribera, Susana fue trasladada a la cárcel El Buen Pastor.
“Me llevaron con una chica Ewi, con Susana Panero y la Hilda Toranzo. Me acuerdo que cuando llegamos, nos empujaron del camión y ahí nos recibieron unas monjas.” En esa prisión, Susana retuvo una escena que dejó en claro, una vez más, la complicidad de la Iglesia con los represores: “Una noche trajeron una chica. Estaba embarazada. La madre superiora le dijo al militar que la trajo: ‘Lo felicito, están haciendo muy bien las cosas’. Y le dio la mano. Yo pregunté quién era el tipo, y me contestaron que el coronel Fierro”. Presente en la sala, el acusado (Raúl Eduardo) Fierro trata entonces de despertarse del eterno letargo en el que entró –o en el que simula estar– desde el comienzo del juicio.
Susana se descompone cuando recuerda a la muchacha: “Conseguí que me dejaran llevarle un té con un bollo de pan. La chica estaba muy mal. Me dijo que le acababan de reventar la casa y que tenía cinco niñitos adentro... Nunca supe su nombre. Nunca...”.
La testigo se esfuerza por recordar a cada una de sus compañeras de presidio. Se enoja con ella misma cuando no lo logra. Desde El Buen Pastor la llevaron a la UP1 (la cárcel de barrio San Martín), ahí vio, entre otras a Marta Sandrino: una chica que había sido baleada en la columna vertebral y que tenía “un hueco en la espalda por donde se podía meter un puño cerrado”. Marta –varias testigos lo corroboraron– estaba malherida y sin ningún tipo de atención médica. “Sé que logró sobrevivir, pero nunca voy a olvidarme del olor a podrido que desprendía su cuerpo debajo de una manta...” Lo que siguió fue el traslado “atadas como matambres en la panza de un Hércules C-130, mientras abrían la puerta y simulaban que nos iban a tirar... No nos dejaban ir al baño, pero nos tiraban agua fría... La tortura era permanente. Yo dejé de menstruar en todo ese tiempo... Creo que fueron los tres años y pico así. Y cuando llegamos a Devoto, nos pasó algo horrible”.
La energía de Susana parece esfumarse de golpe cuando tanto ella como su cuerpo recuerdan. Lentamente alza los brazos y pone sus manos detrás de la nuca. Cierra los ojos y relata, con las mejillas enrojecidas y repentinamente mojadas: “Así nos hicieron desfilar, caminar desnudas en una capilla... Ellos se pusieron detrás del altar como si fuesen curas –Susana llora, todavía, la humillación–. Nos miran, nos dicen cosas horribles...”. El sollozo entrecortado se escucha ahora en toda la sala, el perverso desfile es tiempo presente para la prisionera y sus compañeras de cautiverio. “Ellos disfrutan... Nos hacían caminar y dar vueltas una y otra vez con los brazos así...”
Cuando regresa, cuando abre los ojos ante el tribunal, está furiosa. “¡No, no quiero volver a llorar. No quiero! Así que ahora les cuento algo que me dolió mucho para no volver a llorar. Una vez entraron a mi celda y preguntaron: ‘¿Hay cucarachas, chinches, hay judíos?’ Yo me iba a levantar, pero una compañera no me dejó. Me agarró de una pierna y me dijo ¿No te das cuenta de que son nazis?”
La liberación llegó una noche. “¡Susana Strauss, traslado con efecto!, gritó uno de los guardias.” Entre la alegría y el desgarro, la mujer recuerda: “Mis compañeras me abrazaban y no me querían dejar ir. Yo era la que contaba cuentos, la que les cantaba... Vinieron los carceleros y me sacaron de ahí de los brazos. Mientras me iba, les canté el ‘Avemaría’. Esa fue una forma de despedirme de ellas”.
La tuvieron unos días en una comisaría porteña. Les cambió a los policías “cebadas de mate para que me dejaran hacer una llamada”. Gracias a eso, su esposo llegó a buscarla desde Córdoba: “Era el 23 de septiembre de 1977. Llegó en un Fiat 600. Yo estaba tan feliz, que cuando subí al autito me pareció gigante”.
Antes de que Susana finalizara su testimonio, uno de los defensores le enrostró: “Usted nunca habló de golpes en otras declaraciones, y ahora dice que le pegaron en el Campo de la Ribera”.
–Es que yo, durante muchos años, no dije que me golpearon... No quería que mi marido y mis hijos supieran –su familia está en la sala, se toman de las manos, se sostienen casi sin respirar–. Yo decía cachetadas... Mire –se anima mientras toma aire–, recién hace quince días que se lo dije a mi familia, que me habían golpeado. Una psicóloga me ayudó. Es que yo he visto gente picaneada, terriblemente golpeada, y me parecía que lo mío era nada... Ahora sé que el dolor de oído y de dentadura que todavía tengo es por esos golpes.... Ser maltradada, pasar de ser una simple ama de casa a ser presa y torturada... Hay muchas cosas que no dije. Cosas que me pasaron y que nunca, pero nunca las voy a decir –ahora Susana estalla y parece no poder parar su descarga–. ¡Mire, mis padres ya habían sufrido el nazismo... De mi familia en el mundo quedaron cuatro o cinco, a los demás, los nazis los hicieron jabón. Y mi padre del susto, cuando me secuestraron, se fue del país con mi hermana y mi sobrino... ¡Quedé sola! ¡Sola de ellos! Gracias a Dios me quedó la familia que había formado yo... ¡Y todo eso se lo debo a estos golpeadores de miércoles! –señala a los imputados–. ¡Por culpa de ellos estoy así! Llora de bronca, pero la bronca la sostiene y desafía al defensor:
–Dale, ¿me querés preguntar algo más?
–No –contestó el abogado, casi con vergüenza.
Tomado de: Página 12
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