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MATAR A TODOS Así actuó la red que secuestró y asesinó al bioquímico chileno Berríos en Uruguay
“A ese hombre lo vi junto a Berríos”, musitó el médico uruguayo Juan Ferrari Grillo, apostado junto a la jueza Olga Pérez en la ventanilla para reconocimiento de presos en un Juzgado de Santiago. Fue hace cuatro días, en la mañana del lunes 14 (de octubre de 2002) cuando Ferrari señaló al apuesto y elegante teniente coronel Arturo Silva Valdés. Desde su incómoda posición, sin ver al testigo que lo observaba, el hombre que durante diez años fue el dueño de la retaguardia y de los desplazamientos del general Augusto Pinochet nunca imaginó que en ese preciso instante un médico entregaba una de las últimas piezas que han permitido a la jueza Olga Pérez armar el engorroso puzzle del asesinato del químico y ex agente de la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA) Eugenio Berríos. Y que lo inculpa.
La jueza Pérez no olvidará lo que vivió el lunes 14 y el martes 15. Preparó todo en el más completo sigilo. En una sala especial esperaban dos testigos que ella hizo traer desde Uruguay en una diligencia que se rodeó del mayor secreto, al punto que ambos sólo se conocieron en el aeropuerto. Ni el médico Juan Ferrari (44 años) ni el conserje de un elegante edificio de Pocitos, Luis Mínguez (53), sabían que a partir de ese momento sus vidas quedarían atadas. Y ello ocurrió cuando en la rueda de sospechosos cada uno y con total certeza pudo identificar a los hombres que custodiaron a Berríos durante su estadía en Uruguay, y lo más importante, a los dos hombres que se lo llevaron el último día que se le vio con vida frente a la policlínica del balneario Parque del Plata, a 50 kilómetros de Montevideo.
Más tarde la jueza esbozó la primera sonrisa de la jornada cuando intempestivamente ingresó a una sala acompañada del conserje Luis Mínguez y el suboficial Salgado -tras dar un leve paso hacia atrás- le extendió la mano a Mínguez ante el estupor de los otros militares inculpados. Un saludo que tuvo más valor que cien testimonios.
“Me causó impresión encontrarme con uno de los hombres que conocí junto a Berríos. Este señor está más delgado, más avejentado… Lo reconocí de inmediato y nos dimos la mano con gusto. Incluso él me llevó un presente de Chile: una botella de pisco”, cuenta Mínguez horas antes de partir de regreso a su país.
Ferrari y Mínguez cumplieron así con una diligencia que debió haberse hecho en Montevideo. Pero en Uruguay el poder militar aún mantiene bajo tutela la democracia. Se hizo en Chile. Olga Pérez, acompañada por un selecto grupo de policías y en sólo dos años, logró armar un difícil rompecabezas que devela un capítulo secreto de los vestigios de la Operación Cóndor, la colaboración entre las policías secretas de las dictaduras del Cono Sur, y que encierra quizás la caja más sórdida: la de fabricación de armas químicas y el uso de bacterias para eliminar opositores y aumentar el potencial bélico militar. Un capítulo cuyo inicio se remonta a 1991, a meses de la recuperación de la democracia en Chile.
Un juez implacable
Difícil describir la decepción que invadió al equipo que secundaba al ministro Adolfo Bañados en la investigación del crimen de Orlando Letelier (canciller de Salvador Allende), perpetrado en Washington en setiembre de 1976, cuando supieron que uno de sus testigos había escapado. Era la primera prueba de fuego para la frágil nueva democracia chilena, y Bañados, inteligente y enemigo acérrimo de la figuración, desplegaba los hilos de la mayor investigación judicial sobre la acción de la DINA que se haya hecho en Chile. Y en esa trama la figura del químico Eugenio Berríos fue poco a poco resultando muy importante.
El 8 de noviembre de 1991 el juez dictó la orden de arresto en su contra. A poco andar supo que Berríos había escapado. No sospechaba que en la antesala de su despacho, un actuario, plenamente identificado, fotocopiaba y registraba cada testimonio, prueba y movimiento de los investigadores para informarlo de inmediato a una central que comandaba el general Fernando Torres Silva. El auditor del ejército llevaba una investigación paralela cuyo fin era impedir la acción de la Justicia.
Fue así como los testimonios de Alejandra Damiani (la secretaria que la DINA le asignó a Michael Townley, el agente que instaló el laboratorio donde se fabricaron armas químicas) y de Mariana Callejas (la esposa de Townley y también agente de la DINA) pusieron a Eugenio Berríos en la mira de Bañados. Pero también encendieron la alerta roja en las oficinas de Torres Silva.
Años más tarde, los mismos policías que secundaron a Bañados retomarían los hilos para desentrañar el misterio de la desaparición y muerte de Berríos. Y descubrirían el grupo de las operaciones más secretas que se instaló en la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE), cuya misión tenía dos objetivos: inteligencia para la seguridad nacional y la seguridad de Pinochet y su familia.
Operación escape en cadena
El primer indicio lo entregó la salida clandestina de Chile del capitán (retirado) Luis Arturo Sanhueza Ross, alias el “Huiro” o Ramiro Droguett Aranguiz, vinculado a los asesinatos de la Operación Albania y al asesinato de Jecar Neghme, dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Se logró determinar que su fuga tuvo lugar en abril de 1991. La segunda operación fue la huida del mayor (retirado) Carlos Herrera Jiménez (autor del asesinato del líder sindical Tucapel Jiménez en 1982), el 19 de setiembre de 1991.
“Junto con el director de inteligencia del ejército hemos decidido que su único camino es irse fuera de Chile. Allá estará junto a su familia por unos cuatro años, hasta que todo este cuento pase”, dijo Torres Silva a Herrera un día de setiembre de 1991 en su oficina de la avenida Alameda esquina Zenteno.
El 10 de setiembre el teniente coronel Pablo Rodríguez Márquez, integrante del equipo secreto de la DINE (en retiro desde hace pocos meses), salió hacia Argentina. Su misión: conseguir con sus socios argentinos un pasaporte falso para Herrera. El 12 de setiembre Rodríguez regresó y siete días más tarde Herrera escapó bajo la falsa identidad de Mauricio Gómez.
Una semana después se dio el vamos al operativo de Eugenio Berríos. La orden se la dio Torres Silva a Arturo Silva Valdés. Por alguna razón esta vez se tomaron más precauciones. Lo primero que hizo Silva Valdés fue mandar a Punta Arenas al capitán Pablo Rodríguez. Después, el 24 de octubre, instruyó a Raúl Lillo Gutiérrez (civil de la CNI y asignado al equipo secreto de la DINE entre 1990 y 1993, “encasillado” en el ejército en febrero de 1990, días antes de que Pinochet entregara el poder) para que viajara vía aérea a Punta Arenas llevando el “paquete” Berríos. Allá los esperaba Rodríguez, quien ya tenía todo preparado. Aprovechando la circunstancia de que uno de sus hermanos, ex teniente de Carabineros, vivía en Punta Arenas, lo convenció de partir hacia Argentina en auto con un grupo de amigos. El salvoconducto para el vehículo se sacó en tiempo récord y el 26 de octubre Rodríguez, su hermano, Lillo y Berríos abandonaron territorio chileno y cruzaron hacia Río Gallegos. Fue el momento para que el químico estrenara una nueva identidad: Manuel Antonio Morales Jara.
El mismo 26 de octubre Arturo Silva Valdés viajó vía aérea a Buenos Aires y allá esperó a Berríos y a Raúl Lillo.
Lo que sucedió en Argentina está claro pero es un capítulo que aún complica más que otros a los miembros del equipo secreto. Sólo fueron tres días, porque e
l 29 de octubre el trío emprendió viaje, esta vez por vía fluvial. Cruzaron desde Buenos Aires a Colonia y de allí siguieron viaje a Montevideo, donde ya los esperaban Carlos Herrera y el teniente coronel del Ejército uruguayo Tomás Casella.
El 8 de noviembre de 1991, el mismo día que Bañados dictó la orden de captura para Berríos, el coronel Francisco Maximiliano Ferrer Lima, el temido “capitán Max” de la DINA y entonces uno de los jefes del equipo secreto, salió hacia Montevideo vía Pluna para chequear que el “paquete” estuviera a buen resguardo.
La primera residencia de Berríos en Uruguay fue un departamento en Rambla República del Perú 815 que compartió con Herrera. Su arrendataria, Elena della Crosse, dirá más tarde que en un momento en que ella reclamó por las abultadas cuentas de teléfono fue el propio Tomás Casella quien le extendió un cheque por 1.500 dólares.
Es que el equipo secreto no tenía problemas financieros. Silva Valdés manejaba grandes sumas de dinero para comprar pasaportes, costear desplazamientos sorpresivos y rápidos, pagar hoteles, financiar a testigos molestos y a los clandestinos y sus familias, así como a los colaboradores o socios extranjeros. Y todo ello salía de una caja negra del ejército, es decir de la plata de todos los chilenos.
Nada funcionó entre Berríos y Herrera. No compartían ni hábitos ni miedos. Para qué hablar de sus sueños. Hubo alertas rojas que los oficiales uruguayos se encargaron de apagar, hasta que el incendio estalló el 18 de enero de 1992, cuando Casella fue informado de la detención de Carlos Herrera en Buenos Aires. Fue el momento de reestructurar todo el sistema de seguridad que protegía la clandestinidad de Berríos. Muchas piezas se desplazaron para el blindaje. ¿Por qué Berríos era tan importante?
El juez Bañados tenía una respuesta (véase recuadro). Por ello el 21 de enero, tres días después del arresto de Herrera, reiteró la orden de captura para el químico.
Pocitos, la nueva residencia
Febrero de 1992 marcó el inicio de una nueva vida para Berríos. Un departamento en Pocitos, a pocos metros de la costa, fue su nueva residencia. A la calle Buxareo 1117, casi en la Rambla República del Perú, llegaron Eugenio Berríos y un acompañante: el teniente coronel Mario Enrique Cisternas Orellana.
Luis Angel Mínguez, un hombre cuya contextura delata su calidad de suboficial en retiro de la Armada uruguaya, es desde 1985 el conserje del edificio. Volvió de sus vacaciones, en marzo, y se encontró con nuevos arrendatarios en el departamento 401. La primera vez que se los topó la recuerda bien: “Sólo hablaba uno de ellos, el que me mostró incluso una fotocopia de un documento de identidad chileno en el que estaba estampado el nombre: Hernán Tulio Paredes Orellana. Me dijo que hacían negocios entre Chile y Uruguay. Después supe que era Eugenio Berríos. Lo conocí como un hombre dicharachero, simpático. Se veía tan agradable y jovial que nunca pensé que estaría vinculado a otras cosas…”.
Mínguez compartió con él y sus acompañantes múltiples menesteres por sus funciones. “Y cómo no recordarlo si hasta la cuenta de la luz venía a nombre de Hernán Tulio Paredes… Al pasar de los días me percaté de que siempre vivieron allí tres personas. Paredes (Berríos) era el permanente y los otros dos cambiaban cada quince días aproximadamente…”, dice Mínguez.
Fueron diez meses de convivencia. Por eso, cuando la jueza le mostró el set de fotografías, sin vacilar reconoció entre los “acompañantes” de Berríos a los oficiales Pablo Marcelo Rodríguez, Jaime Torres Gacitúa y Arturo Silva Valdés.
Mínguez también guardaba un buen recuerdo de un “señor alto de muy buena presencia y que usaba bigote. Llegaba en un auto Chevrolet Chevette color azul con patente uruguaya a buscar al señor Paredes (Berríos) y el chofer nunca se bajaba del auto”. Era Raúl Lillo.
Algo pasó en junio del 92 porque el día 24 Tomás Casella viajó a Chile. Tres días después emprendieron el mismo viaje los tenientes coroneles del Ejército uruguayo Eduardo Radaelli y Wellington Sarli Pose. ¿Quién los invitó? ¿Cuál fue su misión? ¿Qué pasaba con Berríos? Son nudos que tienen pistas pero que aún restan por dilucidar. Lo cierto es que el 4 de julio los tres oficiales uruguayos regresaron a su país y al control de los pasos de Berríos.
Un hecho cierto es que Berríos no estaba bien. Comenzaba a evidenciar hastío y a insistir en que lo mejor era regresar a Chile y entregarse a la Justicia. Un paso que el equipo liderado por Torres Silva y el director de inteligencia del ejército de Chile no estaban dispuestos a permitir. Fue entonces que decidieron enviarle a su esposa para mitigar el problema. El 24 de octubre Gladys Schmeisser viajó a Montevideo para reunirse con Berríos.
El reencuentro se vivió en el hotel Hispanoamericano, de la calle Melitón González 1225, habitación 202.
El 9 de noviembre se produce un episodio que hasta el día de hoy enturbia como fantasma molesto a personeros de la cancillería chilena. Emilio Rojas, agregado cultural de la Embajada de Chile en Montevideo, recibió un extraño llamado de Berríos, de quien era amigo, en su casa. Así declaró en el sumario instruido por el Ministerio de Relaciones Exteriores: “En un principio creí que se trataba de una broma. Después me asusté. Le respondí ¿qué quieres? ‘Decirte que estoy aquí, protegido por el Tata’, me respondió. En mi angustia le pregunté: ¿Qué Tata? ‘Pinochet’, fue su respuesta. Y agregó: ‘Estoy protegido por el ejército’. Asustado, le corté, pero Eugenio volvió a llamar. Le dije: ‘Mira conchetumadre, a mí no me vas a involucrar en tus asuntos. No me vuelvas a llamar y olvídate que existo…'”.
Hubo un tercer llamado. Aterrado, Rojas no le informó a sus superiores civiles pero sí le refirió el episodio al coronel Emilio Timmermann, agregado militar en Uruguay.
“Entré a su oficina y protesté porque estaban involucrándome con Berríos. Y lo que me sorprendió fue la respuesta de Timmermann: ‘Así es, Berríos está aquí. Lo trajimos nosotros y tú tienes que guardar silencio y sabes por qué. Porque nosotros no jugamos. Mira lo cara que nos está saliendo esta operación. Tú nunca has recibido una llamada de Berríos. ¿Está claro?’ A lo que respondí ¡Clarísimo!”, dijo en el sumario de la cancillería.
A las 13 horas del 11 de noviembre el cónsul de la Embajada de Chile, Federico Marull, recibió una peculiar llamada telefónica. Al otro lado de la línea estaba un hombre que dijo llamarse Eugenio Berríos. Su voz denotaba exaltación. Explicó estar retenido contra su voluntad y pidió ayuda para regresar a Chile. Y lo increíble, lo absolutamente patético, es que Marull le dice que se presente personalmente, corta y acto seguido manda un fax a Santiago. Nunca se sabe…
Cuarenta y ocho horas más tarde su jefe desde Santiago le respondió: “Si el sujeto no comprueba identidad con algún documento, no hay nada que hacer”.
Ninguno de los dos funcionarios había leído los diarios y nunca se habían informado de que Eugenio Berríos era un hombre buscado por la Justicia porque su testimonio era clave en uno de los procesos más emblemáticos de la nueva democracia.
Así, Berríos quedó librado a sus custodios.
Secuestro en Parque del Plata
¿Fue el coronel Timmermann, de Inteligencia, el que dio el aviso de que Berríos intentaba entregarse en la embajada? Hasta hoy lo niega. Pero el químico fue sacado de Montevideo y llev
ado a 50 kilómetros de la capital, al balneario Parque del Plata, un solitario y apacible paraje en donde las casas están muy separadas unas de otras y con bosques frondosos por doquier. En ese cuadro el químico, amante de la vida nocturna y urbana y en estado de ansiedad aguda, se sintió acosado al extremo.
El 15 de noviembre el “paquete”, como lo llamaban sus custodios, logró huir de sus captores y solicitó protección en una casa vecina habitada por un oficial de la Armada retirado. Este, acompañado por su esposa, decide llevarlo hasta la comisaría más cercana.
“Estoy secuestrado por militares chilenos y uruguayos. El general Pinochet ordenó matarme”, gritó el hombre en estado de agitación aguda que se presentó ante el comisario Elbio Hernández Marrero, jefe de la Seccional 24, de Parque del Plata, de la Policía uruguaya.
No tuvo mucho tiempo para reaccionar el comisario. Cuando Berríos terminó de decirle que había ingresado al país con documentación falsa y que debe ser detenido, llegó a la comisaría el teniente coronel Eduardo Radaelli. Tras identificarse, su alegato fue corto y preciso: “Entrégueme a este hombre pues no está en sus cabales, delira y hay que someterlo a tratamiento”. El comisario dudó. Radaelli, cada vez con más premura, insiste. Hernández sigue dubitativo. Radaelli llama por teléfono. Ingresa a la comisaría el teniente coronel Tomás Casella. También se identifica y con voz autoritaria exige la entrega. Otros hombres llegan detrás de Casella. La tensión crece minuto a minuto.
Y Hernández encuentra una salida. Dice que antes de entregarlo debe someter al individuo a un chequeo médico para verificar si efectivamente está fuera de sus cabales. El mismo toma a Berríos de un brazo y lo conduce hasta la policlínica de Parque del Plata.
El doctor Juan Ferrari se encuentra de turno. Alto, fornido, su rostro y su mirada trasmiten una serenidad que amortigua el efecto de su porte. Si bien se asombra de ver llegar al comisario en persona, no lo expresa. Tampoco muestra extrañeza cuando ve que un grupo de individuos intenta ingresar a la sala de auscultación. Simplemente les cierra la puerta. Y allí el paciente se saca del calcetín papeles que le muestra además de insistirle que él se llama en realidad Eugenio Berríos y que debe ser detenido pues ingresó al país con papeles falsificados, que lo ayude…
“Lo revisé cuidadosamente y no presentaba ningún cuadro de alteración mental. Tampoco había ingerido alcohol. Sólo denotaba mucha ansiedad, hablaba y hablaba, y sus manos sudaban”, dice el doctor Juan Ferreiro 12 años más tarde.
Así lo certificó. También quedó inscrito en el libro de registro de consultas diarias. Y lo vio partir. Hernández no pudo seguir dudando. Una llamada de sus superiores le ordenó que lo entregara de inmediato a los oficiales Casella y Radaelli.
Transcurrieron unos minutos. El doctor Ferrari ya auscultaba a otro paciente cuando vio llegar intempestivamente a Berríos acompañado por dos hombres que ya había visto en el incidente previo. Berríos le agradeció su atención y le dijo que se quedara tranquilo, que estaba bien. Ferrari no entendió. La escena fue observada atentamente por los dos acompañantes. Juan Ferrari lo vio alejarse junto a los dos hombres. Y allí desapareció el rastro de Eugenio Berríos.
Diez años más tarde, en una sala de un tribunal chileno, el doctor Ferrari pudo identificar a los dos hombres que se llevaron esa tarde del 15 de noviembre de 1992 a Eugenio Berríos cuando éste intentó inútilmente pedir auxilio: los mayores del ejército chileno Arturo Silva Valdés y Jaime Torres Gacitúa.
Y aun cuando entonces se aplacó el escándalo, la histeria cundió en el equipo de militares chilenos y uruguayos que mantenían clandestino a Berríos. Existe al menos una prueba de ello. Al mediodía del mismo 15 de noviembre de 1992, en el mismo balneario Parque del Plata y a escasas cinco cuadras de la casa donde mantenían retenido a Berríos, el capitán Luis Arturo Sanhueza Ross vio a oficiales chilenos y uruguayos llegar presa de la agitación diciendo “el otro se escapó”. Con gran premura, Sanhueza fue rápidamente sacado de la residencia secundaria del oficial uruguayo Wellington Sarli Pose, ubicada en calle 20 con Ferreira. No sólo estaba Berríos oculto, también Sanhueza gozaba de la “protección” del Ejército uruguayo.
Diez años después, el 16 de octubre, la jueza Olga Pérez enfrentó en un careo a Sanhueza con Arturo Valdés y Jaime Torres. Sanhueza contó en presencia de sus antiguos jefes todo lo que ocurrió ese día 15 de noviembre y el rol que cada uno tuvo. Los rostros de los otros dos ya no guardaron compostura y la amenaza de muerte surgió rauda e iracunda en presencia de la jueza.
Uruguay bajo tutela
De no ser por la carta anónima que un grupo de policías uruguayos envió a varios parlamentarios en junio del 93, en la que se relataban los hechos acaecidos en Parque del Plata protagonizados por Eugenio Berríos, el grupo de militares chilenos y uruguayos que secuestró y asesinó a Berríos todavía seguiría en la impunidad. Allí se inició el escándalo que puso a prueba a la democracia uruguaya. Y en momentos en que el presidente Luis Alberto Lacalle iniciaba un viaje oficial a Gran Bretaña.
En la noche del domingo 6 de junio un comunicado firmado por dos ministros anunció “haber tomado conocimiento de un procedimiento realizado el 15 de noviembre de 1992 en Parque del Plata”, la destitución del jefe de la Policía de Canelones, coronel Ramón Rivas; y el inicio de una investigación administrativa que se radicó en el Ministerio de Defensa Nacional.
El 9 de junio 13 generales de Ejército encabezados por el comandante en jefe, general Juan Rebollo, se reunieron para analizar el caso y sus derivaciones. Prontamente hicieron trascender un mensaje: el caso está provocando gran “malestar” en las filas, lo que se agrava ante la posibilidad de que altos oficiales sean convocados por la apertura de un juicio civil, se habla de “agresión” a la institución y del rechazo a todo “revisionismo”. Este último es el término que utiliza la derecha y los militares para descalificar todo intento de crítica a la dictadura militar que terminó en 1985.
Lo grave es que a la reunión se unió el ministro de Defensa Mariano Brito, ante quien los generales manifiestan su pleno respaldo a Rebollo y al jefe de Inteligencia Mario Aguerrondo. Y ante él exigen que sólo exista la posibilidad de una investigación en la Justicia militar.
Seis horas duró la reunión deliberativa. A su regreso, el presidente Lacalle se limitó a trasladar de funciones a Aguerrondo de la Dirección General de Informaciones y a aplicar una sanción a los dos oficiales involucrados: Radaelli y Cassella. El día 14 de junio, Lacalle concluyó: “Nosotros ya hemos adoptado la decisión que nos parecía apropiada. Creemos que es una circunstancia en la que acciones internas de Chile repercuten en nuestro país.
Es un tema en el que no tenemos como nación ningún interés directo y debido a nuestra apreciación interna dispusimos el cambio de destino de un señor oficial general que estaba a cargo dentro del Ministerio de Defensa de las tareas de operaciones de Inteligencia”.
El “caso chileno”, según Lacalle, había ya provocado la destitución de un jefe de Policía, una asamblea deliberativa de generales, el retorno anticipado del propio presidente Lacalle, la convocatoria de dos ministros al Parlamento y declaraciones de reafirmación del resguardo del sistema democrático ante amenazas de golpe. Pocos días después Raimundo Barros Charlín, embajador
de Chile en Montevideo, informaría a la cancillería en Santiago, en el mensaje oficial número 191, que el ministro de Relaciones Exteriores Sergio Abreu le había reconocido que el presidente “una vez más había tenido que doblar el pescuezo” ante la presión de los militares.
Si para algo sirvieron las cuatro sesiones especiales de las comisiones unidas de Constitución y Legislación, más la de Defensa del Senado uruguayo, sobre el caso Berríos, fue para que dos ministros -Mariano Brito y el canciller Abreu- informaran de dos destinos distintos de Berríos. El primero dijo que el coronel Tomás Casella le había informado que el señor Berríos “le telefoneó desde Porto Alegre el 17 de noviembre de 1992 y que estaría actualmente en México”. En cuanto a Abreu, mostró documentos recibidos por fax desde el consulado de Uruguay en Milán con dos cartas atribuidas a Berríos fechadas el 10 de junio y acompañadas con una foto en la que aparecía Berríos leyendo un diario de la fecha.
El 26 de julio una conversación entre Lacalle y Rebollo puso punto final al episodio. Berríos estaba vivo en otro país, el problema era chileno, no habría juicio real y quedó en evidencia que el presidente no podía remover a los militares comprometidos en algún ilícito. Se demostró así la existencia de un poder militar paralelo en concomitancia con otro chileno facultado para secuestrar y falsificar documentos sin dar cuentas a nadie.
En el proceso que se lleva en Chile están los testimonios de quienes afirman haber informado al ministro del Interior Juan Andrés Ramírez de múltiples hechos que rodean el caso, así como de sus comentarios: “Que no se hable más de esto”.
Pero Berríos resultó más porfiado que sus asesinos. Su cuerpo apareció el 13 de abril de 1995 en una localidad que queda a medio camino entre Montevideo y Parque del Plata. Allí comenzó otra historia: la obstrucción a la Justicia chilena. Olga Pérez debió sortear todas las trabas impuestas por el presidente de la Suprema Corte de Justicia uruguaya para hacerse de pruebas y obtener, por ejemplo, la identificación definitiva de los restos. Ni hablar del rechazo sistemático de todas las diligencias precisas solicitadas por la jueza chilena. Berríos fue asesinado por dos manos: una uruguaya y otra chilena, para sellar el pacto y amarrar complicidades. El cráneo presenta dos orificios sin salida de proyectiles de un arma de fuego calibre 9 milímetros, compatibles con un revólver Mágnum 357; las balas las tiene en su poder Alvaro Gustavo González, juez letrado de segundo turno de Pando (hoy el caso está a cargo del doctor Pedro Salazar), así como el examen de las vestimentas que portaba el cuerpo.
La causa de muerte: herida encefalocraneana por impacto de proyectil. El cuerpo estaba amarrado de pies y manos y los análisis indican que después de ejecutado fue metido en un saco grueso y amarrado con una soga. Que no quedaran huellas. El hombre que afirmaba poder matar a todo Buenos Aires con su gas sarín o sus bacterias, del mismo modo que probó asesinar a varios opositores con los mismos métodos, ya no estaba para molestar a nadie con sus secretos.
La jueza Olga Pérez y el equipo de policías chilenos logró armar el puzzle y procesar a los principales inculpados chilenos, todos en retiro. Los uruguayos están todos en servicio activo, con excepción de Tomás Casella. Ahora se verá si Uruguay aún está bajo tutela militar… *
fuente de la red21
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