PEDRO: ENTRE LA DESMEMORIA Y LA NÁUSEA.
25/05/09
Pedro. Soy un anciano marino, octogenario como su señor padre (único rubro en el que con él coincidimos) y he decidido compartir con usted vivencias del pasado. Usted se preguntará: y este viejo ¿por qué me escribe?
Le cuento, Pedro. Cuando usted era muy joven, hace 33 años, allá en el lejano febrero de 1973 los militares con excepción de la Armada se levantaron contra las instituciones. El almirante Juan Zorrilla, comandante en jefe no acompañó el cuartelazo e hizo desplegar a los fusileros navales a lo largo de la calle Juan Carlos Gómez, de mar a mar, haciendo de la Ciudad Vieja, el baluarte de la dignidad y la institucionalidad. Invitó a su señor padre, como Presidente de la República en ejercicio que era, que asentara su autoridad en la Ciudad Libre, que los cañones de la Armada estaban prestos a defenderla. La historia cuenta, que el presidente Juan María Bordaberry, entre la legalidad y la traición, optó por la traición y se unió a los golpistas del Ejército, cuyas caras más visibles eran los generales Gregorio Álvarez, Esteban Cristi y Mario Aguerrondo (padre). Entre febrero y junio hubo un raro interregno, una suerte de “crónica de la muerte anunciada” con el poder en manos de las FF.AA y con su señor padre luciendo un nuevo adjetivo para redondear el título. Ahora era presidente de facto (con minúscula). El 27 de junio se acabaron las medias tintas y los tres generales cerraron el Parlamento. La clausura, Pedro, nada tenía que ver con la sedición, que ya había sido derrotada en 1972, según rezaba en un documento militar que sacó a luz el senador Vasconsellos.
Es en ese junio, de 1973, que tengo mi primer y único contacto epistolar con su señor padre. Ocurre que el día del golpe, se me ocurrió una simbólica protesta y de tal modo me paré, uniformado, pistola en mano en el balcón de mi casa, donde en un gran cartel flanqueado por las banderas Patria y de Artigas se leía: Yo soy el capitán Oscar Lebel. Abajo la dictadura.
Le ahorro, Pedro, lo que siguió. Prisión, huelga de hambre, etc. Me interesa llegar a la sanción que me impuso su señor padre, en su carácter de jefe supremo de las FF.AA.
Es de antología. Dice: “Promover desorden en la vía pública, vistiendo el uniforme y portando el arma de reglamento”.
Si me permite una licencia poética, el parte de la sanción, traducido al lenguaje cuartelero, diría más o menos así… “Milico en pedo, con revólver en mano, armando relajo en el quilombo”.
Pero quiero contarle algo más. ¿Sabía usted Pedro, que yo fui el único testigo que estaba presente, cuando llegaron al puerto de Montevideo los cadáveres de Michelini y Gutiérrez Ruiz? He aquí el relato que debe interesarle porque su señor padre era presidente. Usted habrá leído que durante el gobierno de facto de su señor padre, en Buenos Aires, el día 18 de mayo de 1976, en medio de un aparatoso despliegue policial alrededor de las respectivas viviendas, fueron secuestrados por sendos “grupos de tareas”, Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, apareciendo sus cadáveres, el día 21 en un automóvil, junto a los de dos jóvenes William Whitelaw y Rosario Barredo, cuyos secuestros databan del día 13. Las autopsias realizadas dicen que en todos los casos la muerte fue causada por herida de bala en el cráneo, mostrando los cuerpos fracturas de huesos a causa de las torturas.
Era fría esa mañana del 25 de mayo y Montevideo todo estaba cubierto por una espesa capa de niebla. El arribo del vapor de la carrera, un viejo buque de pasaje que unía diariamente las dos capitales del Plata, tenía previsto su arribo a las 8 de la mañana como era habitual. Los sepelios estaban autorizados a las nueve. En el Central para Michelini y en el Buceo para Gutiérrez Ruiz.
Con el grupo de amigos, que pensaba rendir honras fúnebres a ambos mártires entre los que recuerdo al Dr. Cardozo y al coronel Pérez Rompani tuvimos la premonición de que la dictadura nos iba a jugar una mala pasada y a las siete y media nos constituimos en el puerto, que rodeado de marineros estaba cerrado a cal y canto. Aunque vistiendo de civil, pero blandiendo la tarjeta que me acreditaba como capitán de navío, me dirigí al personal que montaba guardia en el portón, lo miré fijamente y dije con tono prepotente: Soy el capitán Lebel y voy a entrar.
El reflejo condicionado a la obediencia funcionó y pude dirigirme a la dársena fluvial. El buque, como lo habíamos intuido, había atracado una hora antes de lo habitual. Me paré al costado, y miré las dos cubiertas habitualmente atiborradas de pasajeros pañuelo en ristre. Totalmente vacías. Ni un alma. Ni siquiera un tripulante. De pronto, un chirrido, y el brazo de una grúa se dirigió al barco. Unos minutos y se produce el descenso de un féretro innominado. De entre la bruma surgió un furgón de una empresa fúnebre, en el que apresurados funcionarios introdujeron el cajón. Tampoco había las usuales iniciales del fallecido en el furgón.
Corrí a la salida y puse en alerta a mis compañeros. Llegamos al cementerio Central en momentos en que terminaba el responso del sacerdote. El féretro de Zelmar fue colocado sobre la camilla rodante y así, los pocos que pudimos prever la canallada nos dirigimos lentos a la tumba. En verdad, había algo de surrealista. La policía de choque, con su jefe, el coronel Ballestrino, todos vistiendo por primera vez el uniforme de combate negro, las cabezas con las noveles boinas requintadas, armados hasta los dientes rodaban el féretro.
Michelini, aún después de muerto, producía pavor a la canalla. El francés Larteguy, en sus novelas sobre mercenarios en Indochina, recuerda a un comandante que para animar a su tropa, había hecho confeccionar un banderín, que en un pequeño mástil portaba uno de los soldados. Allí se leía: “Je osse” (Yo me atrevo). También Ballestrino, en pleno delirio mercenario lucía esa mañana un pendón igual. Frente a él pasó el cuerpo de Michelini.
Como el Cid. Ganando el combate, en palabras de Di Candia: “Ni un muerto ni derrotado”. Apenas sepultado Zelmar, ingresó la caballería y ocupó el cementerio.
Las gentes que bajaban a raudales por la calle Yaguarón no podían creer que la dictadura, que encabezaba su señor padre, pudiera ser tan anticristianamente cruel. En el Buceo, ocurrió otro tanto y la historia también cuenta de un valeroso policía, de nombre Somma, que recibió los plácemes del presidente de facto, por haber quitado el Pabellón Nacional del féretro del Toba.
Pedro: días pasados lo ví litigar con fervor en defensa de su señor padre. Y traté de entenderlo.
Porque usted, Pedro, tuvo una infancia feliz. Creció sano y vigoroso mostrando su temple viril como deportista estrella. Tuvo usted padres amorosos y muchos hermanos. Usted, Pedro, aparte del físico cultivó el intelecto. Se recibió de abogado. Me imagino que cuando tuvo que jurar que defendería y respetaría la Constitución, habrá pedido consejo a su padre, también abogado.
Presumo que le habrá dicho que por encima de cualquier documento escrito por los mortales, falibles y pecadores ciudadanos, está la Ley de Dios que deberá ser defendida por la cruz y la espada. Para la cruz, ahí está monseñor Corso. Para la espada la nómina es más numerosa: Gavazzo, Silveira, Vadora, Tróccoli, Vázquez, Arab, Cordero, etc.
Pedro, cuando usted que tiene la fortuna de tener a su padre vivo, en una suerte de travestismo dialéctico le dice mentiroso a Rafael, cuyo padre fue asesinado, ¿en qué piensa Pedro? Se imagina, Pedro, que el hijo de Pinochet, le diga mentiroso al hijo del general Prat. Que el hijo del general Videla le diga mentirosa a Macarena Gelman, o que el hijo de Hitler le dijera mentiroso al hijo de Simon Wiesentahl.
Pedro, supongo que usted habrá oído hablar del senador Mac Carthy, un señor que en su histeria anticomunista era casi un clon de su señor padre. Pues bien, la caída de Mac Carthy se produjo cuando otro legislador, mirándolo a los ojos, le dijo: Señor, ¿acaso no conoce usted la decencia?
Fuente: http://www.taringa.net/posts/info/2528677/Carta-de-Oscar-Lebel-a-Pedro-Bordaberry.html
¿QUÉ ESTÁ PASANDO EN URUGUAY Y EL MUNDO?
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