Estas crueles Navidades
Voy a un conocido shopping y apenas piso su umbral, me recorre un estremecimiento. Cuando empiezo a caminar por sus amplios pasillos comienzo a descubrir las señales de alarma. Por todos lados se despliegan los símbolos de este concierto perverso entre la psicología y el consumismo. Se ejerce, por otra parte, con total impunidad, como si se tratara de una práctica obvia y encima saludable.
En el medio hay un gigantesco árbol de Navidad. Del techo cuelgan los más variados arreglos navideños: escenas del pesebre bíblico, bolas plateadas, guirnaldas, oropeles surtidos. Para acrecentar aun más mi horror, a los lados se despliegan carteles y en cada uno de ellos figuran hermosas palabras que apelan a otros tantos pretendidos valores: amor, paz, solidaridad, familia.
Contemplo el ir y venir de la gente, que deambula entre tanta parafernalia simbólica, en busca de algún regalo navideño -carísimo, inútil e inevitable-, observo los rostros abrumados de quienes cumplen con sus obligaciones de consumo, como si se tratara de un ritual cuya inobservancia merece un despiadado castigo y me siento tentada a huir de allí lo más pronto posible. Es así. Se acercan las temidas fiestas navideñas, que incluyen la de fin de año y la de Reyes.
No solamente por la avidez innoble del comercio, sino también por otros motivos, estas fechas suelen presentarse revestidas de colores, de promesas y de tentaciones, pero sus mensajes son más ominosos que alegres y más negativos que positivos. Es como si se hubiera caído en una trampa bien urdida desde la noche de los tiempos, de la que no hay manera de salir. La causa principal de la opresión que directa o indirectamente nos atenaza el pecho en Navidad es precisamente la de la apelación a determinados valores con los que se pretende legitimar el acontecimiento: la familia, la unión, la paz, el amor y la solidaridad. Como en esos carteles a los que me refería.
La locura colectiva crece y se refleja en los más variados ámbitos: en el tránsito, en la oficina, en los mensajes de texto, en las frenéticas corridas para organizar los eventos, en la afloración de los viejos rencores y de los no menos viejos duelos que cada uno arrastra consigo al paso de los años, y que se ven continuamente engrosados por las pérdidas de todo tipo que se les van sumando.
Se trata de una época cruel porque la orden social de reunirse en familia ahonda más que nunca el pozo de la soledad y de las pérdidas, asunto ya de por sí grave para cualquier persona. Pero si a esto le sumamos el desenfreno del consumo, la situación se vuelve desesperada.
¿Qué pasa con aquellos que no tienen familia, en una fiesta dedicada a la familia? ¿Qué pasa con el concepto mismo, exasperado y casi violento, de unión y de reunión familiar? ¿Qué pasa con aquellos que desean, con todo derecho, escapar de esa parafernalia, dejar atrás la vorágine del ruido y de las falsas consignas y refugiarse en una soledad, no digamos pacífica ni placentera, pero al menos consoladora? Pasa que la conjura, el pacto implícito, la orden silenciosa, no se lo permiten, y en caso de que ese ser siga adelante con su designio de soledad, hace caer sobre él todo el peso de la sanción social y del estigma. No exagero. Aunque más no sea porque las fiestas tradicionales son motivo de suculentas ganancias, el aparato del consumo no dejará escapar a nadie ni a nada de la incomparable oportunidad de hacerse con su dinero. A eso me refería cuando hablaba de exquisita trampa.
Entre la nostalgia y melancolía por un lado, y la conminación consumista por el otro, no tenemos demasiadas posibilidades de que las fiestas navideñas nos permitan arribar sanos y salvos al 7 de enero. En el medio están los excesos habituales, que hasta hace poco tiempo incluían disparos al aire y que hoy por hoy atruenan el cielo con los fuegos artificiales, por más que se luche por eliminarlos. En el medio están también los atracones de comida y de bebida. Ya lo escribió García Márquez en magistral artículo, cuando habla de “una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural”. Tenía razón al mencionar la mutación de las Navidades, que comenzó en América Latina más o menos en los años 60.
Recuerdo las fiestas navideñas de mi infancia como una época feliz, no solamente por mi condición de niña, sino también por el tenor de aquellas celebraciones. El árbol no se compraba. Íbamos al monte de pinares con mi padre y mi hermano y elegíamos uno lo bastante lindo. Después hundíamos una parte del tronco en el agujero superior de la quematutti de hierro y ya estaba. Más tarde rodeábamos el tronco con papel piedra y lo decorábamos. El árbol se quedaba ahí durante todo el mes de enero, hasta que perdía el verde oscuro y se tornaba de color ocre, y empezaba a perder su pinocha. Entonces lo sacábamos, lo cortábamos y lo usábamos como leña con los primeros fríos.
Como vivíamos en una chacra, nuestro consumismo era casi nulo. Se carneaba un cordero o un lechón, se traían lechugas, tomates, cebollas y perejil del huerto y nosotros nos trepábamos a los árboles frutales para bajar duraznos, higos y ciruelas. Al llegar las 12 de la noche, la oscuridad del monte circundante y el silencio del campo despedían la noche vieja y le daban la bienvenida a la verdadera Navidad.
Era lindo aquello, y se perdió. Ignoro cómo será la Navidad actual de los niños del campo, más allá de su variable condición económica, pero me consta que estas exasperadas Navidades montevideanas son crueles y tiránicas. Se han convertido, como también escribe García Márquez, en “la noche más espantosa del año. No es una noche de paz y amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere… es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan”. Pero vaya y pase con las circunstancias familiares de cada cual, que por suerte no suelen ser eternas, sino que van mutando también.
Lo peor, lo verdaderamente indignante, es la danza del consumismo, las tiendas atestadas, tomadas por asalto por ejércitos de compradores que no saben, ni ellos mismos, por qué y para qué llenan sus carros hasta las nubes. Sólo se obedece la consigna de comprar y comprar, de mostrar opulencia, abundancia, mesas que se desploman de manjares. Después, al tsunami comercial y anímico sigue el retroceso de la ola. Nos despertamos con resaca, con evidente y comprensible malhumor, con la sombra del gasto sobre nuestras conciencias, con los regalos más o menos inútiles que hemos hecho y que nos han hecho a nuestro alrededor, sus papeles abiertos y desperdigados, los moños de colores por el piso, torres de platos y de vasos sucios, y un cansancio en el alma que no obedece solamente a la noche de irracionalidad y desenfreno.
Alguien ha dicho que la Navidad vale la pena aunque más no sea por ver brillar la ilusión en los ojos de los niños. Si eso es cierto, razón de más para llamarse a reflexión. Es a ellos, a nuestros niños, a quienes estamos inculcando el terrible ritual de la locura navideña, con todo lo que eso supone.
Tal vez sea hora de respirar profundo y decidir no pisar los centros comerciales ni en sueños; no comer y beber por diez o por doce, no atiborrar el árbol de regalos comprados, mencionar poco y nada a Papá Noel y a sus secuaces del mercado, evitar los refrescos, las torres de pan dulce, de turrón y de frutas secas, las cajas de cerveza y de whisky que llegan al cielo, apelar a una región más intimista de las cosas, más casera y más sana; por nuestros niños, digo. No sea cosa que sus propios sueños de adultez se conviertan, dentro de poco tiempo, en una poderosa pesadilla viviente.
Por Marcia Collazo.
fuente caras y caretas
No hay comentarios:
Publicar un comentario