Guerras comerciales: lecciones del pasado para un presente incierto


 El retorno de Donald Trump a la Casa Blanca ha reavivado el fantasma de los nacionalismos económicos y las guerras comerciales a escala global.

Las políticas comerciales proteccionistas pueden servir, teóricamente, para impulsar la industria nacional y preservar el empleo, pero siempre a cambio de limitar el estímulo de la competencia internacional y perjudicar a los consumidores nacionales. Al final, se trata siempre de una transferencia del consumidor al productor.

Sin embargo, dichas políticas han resultado ser una tentación permanente para muchos gobiernos a lo largo de la historia. En este artículo vamos a ofrecer algunos ejemplos relacionados con determinados contextos que favorecieron el incremento de la hostilidad comercial entre Estados.

Empobrecer al vecino no beneficia a nadie

En la etapa moderna, tras la expansión ultramarina europea y la formación de imperios coloniales, se consolidaron doctrinas económicas fundamentadas en la protección de sectores productivos estratégicos. El sistema de flotas, el control estricto de la actividad manufacturera, los monopolios comerciales, la exclusividad colonial y el objetivo de acumulación de metales preciosos para la financiación de la guerra formaban parte del engranaje económico en dicha era.

Al considerar la actividad comercial como un juego de suma cero –lo que un país gana otro debe perderlo– la realidad es que nadie dudaba de que esa fuera la forma correcta de actuar.

Los teóricos del emergente liberalismo económico, encabezados por Adam Smith, criticaron fuertemente este planteamiento. Según las nuevas ideas, la liberación de los factores productivos (recursos, mano de obra, capital, organización empresarial) y las ventajas naturales de la especialización (ventaja comparativa) impulsarían la productividad y las ganancias serían generales para todos los agentes comerciales.

El desarrollo de una actividad comercial sin restricciones impulsaría, por tanto, el crecimiento armonioso de las economías nacionales, la generación de riqueza y las relaciones de amistad entre los pueblos.

La primera globalización y el triunfo del librecambio

En un mundo en transformación –impulsado por los avances científicos de la incipiente era industrial y el final de las guerras napoleónicas–, la nueva doctrina liberal pudo expandirse gracias al paraguas de la Pax Britannica.

El siglo XIX fundó sus bases sobre la consolidación del liberalismo económico, el uso del patrón oro para organizar el sistema monetario global, la estandarización de los procesos productivos y la difusión del conocimiento científico, apoyado todo sobre la progresiva extensión del Estado liberal.

La tasa de crecimiento económico anual mundial se multiplicó por diez, mientras que el comercio internacional, en plena era del vapor, el telégrafo y el ferrocarril, se situó en un ritmo anual del 5 %. La economía crecía a un ritmo nunca visto pero la tasa de ganancia y los procesos de acumulación de la riqueza generaban sociedades profundamente desiguales. Más aún, en el último tercio del siglo XIX las grandes naciones industriales se lanzaron a la aventura imperial colonizando amplias regiones del mundo.

La idea del progreso se alineaba con el crecimiento impulsado por el movimiento comercial y los acuerdos multilaterales entre los países que lideraban la expansión imperial. Pese a las crecientes desigualdades a nivel nacional e internacional, la integración económica internacional parecía empujar a dichas naciones hacia un estadio superior de bienestar material.

El fulgurante ascenso alemán y estadounidense en sectores emergentes relacionados con la industria química, la electricidad y la automoción provocaron que Gran Bretaña, protagonista solitario de la primera revolución industrial, se encontrara con nuevos y poderosos competidores amenazando su hegemonía.

Dichos competidores comenzaban a defender planteamientos comerciales distintos a los del líder, abogando por establecer políticas proteccionistas que permitiesen desarrollar sectores económicos estratégicos bajo el argumento de la defensa de las industrias nacientes.

Alemania y Estados Unidos comenzaron a defender la opción estratégica de utilizar el proteccionismo para alcanzar un cierto grado de competitividad que les permitiera optar luego por el librecambio. Pero las tensiones proteccionistas se fueron incrementando en la medida en que se establecían nuevos aranceles. El nacionalismo imperialista y la competencia industrial impulsaron las rivalidades entre países que, finalmente, entraron en guerra en el verano de 1914.   

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