Contemplo el ir y venir de la gente, que deambula entre tanta parafernalia simbólica, en busca de algún regalo navideño -carísimo, inútil e inevitable-, observo los rostros abrumados de quienes cumplen con sus obligaciones de consumo, como si se tratara de un ritual cuya inobservancia merece un despiadado castigo y me siento tentada a huir de allí lo más pronto posible.

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Estas crueles Navidades
Voy a un conocido shopping y apenas piso su umbral, me recorre un estremecimiento. Cuando empiezo a caminar por sus amplios pasillos comienzo a descubrir las señales de alarma. Por todos lados se despliegan los símbolos de este concierto perverso entre la psicología y el consumismo. Se ejerce, por otra parte, con total impunidad, como si se tratara de una práctica obvia y encima saludable.

En el medio hay un gigantesco árbol de Navidad. Del techo cuelgan los más variados arreglos navideños: escenas del pesebre bíblico, bolas plateadas, guirnaldas, oropeles surtidos. Para acrecentar aun más mi horror, a los lados se despliegan carteles y en cada uno de ellos figuran hermosas palabras que apelan a otros tantos pretendidos valores: amor, paz, solidaridad, familia.

Contemplo el ir y venir de la gente, que deambula entre tanta parafernalia simbólica, en busca de algún regalo navideño -carísimo, inútil e inevitable-, observo los rostros abrumados de quienes cumplen con sus obligaciones de consumo, como si se tratara de un ritual cuya inobservancia merece un despiadado castigo y me siento tentada a huir de allí lo más pronto posible. Es así. Se acercan las temidas fiestas navideñas, que incluyen la de fin de año y la de Reyes.

No solamente por la avidez innoble del comercio, sino también por otros motivos, estas fechas suelen presentarse revestidas de colores, de promesas y de tentaciones, pero sus mensajes son más ominosos que alegres y más negativos que positivos. Es como si se hubiera caído en una trampa bien urdida desde la noche de los tiempos, de la que no hay manera de salir. La causa principal de la opresión que directa o indirectamente nos atenaza el pecho en Navidad es precisamente la de la apelación a determinados valores con los que se pretende legitimar el acontecimiento: la familia, la unión, la paz, el amor y la solidaridad. Como en esos carteles a los que me refería.

La locura colectiva crece y se refleja en los más variados ámbitos: en el tránsito, en la oficina, en los mensajes de texto, en las frenéticas corridas para organizar los eventos, en la afloración de los viejos rencores y de los no menos viejos duelos que cada uno arrastra consigo al paso de los años, y que se ven continuamente engrosados por las pérdidas de todo tipo que se les van sumando.

Se trata de una época cruel porque la orden social de reunirse en familia ahonda más que nunca el pozo de la soledad y de las pérdidas, asunto ya de por sí grave para cualquier persona. Pero si a esto le sumamos el desenfreno del consumo, la situación se vuelve desesperada.

¿Qué pasa con aquellos que no tienen familia, en una fiesta dedicada a la familia? ¿Qué pasa con el concepto mismo, exasperado y casi violento, de unión y de reunión familiar? ¿Qué pasa con aquellos que desean, con todo derecho, escapar de esa parafernalia, dejar atrás la vorágine del ruido y de las falsas consignas y refugiarse en una soledad, no digamos pacífica ni placentera, pero al menos consoladora? Pasa que la conjura, el pacto implícito, la orden silenciosa, no se lo permiten, y en caso de que ese ser siga adelante con su designio de soledad, hace caer sobre él todo el peso de la sanción social y del estigma. No exagero. Aunque más no sea porque las fiestas tradicionales son motivo de suculentas ganancias, el aparato del consumo no dejará escapar a nadie ni a nada de la incomparable oportunidad de hacerse con su dinero. A eso me refería cuando hablaba de exquisita trampa.

Entre la nostalgia y melancolía por un lado, y la conminación consumista por el otro, no tenemos demasiadas posibilidades de que las fiestas navideñas nos permitan arribar sanos y salvos al 7 de enero. En el medio están los excesos habituales, que hasta hace poco tiempo incluían disparos al aire y que hoy por hoy atruenan el cielo con los fuegos artificiales, por más que se luche por eliminarlos. En el medio están también los atracones de comida y de bebida. Ya lo escribió García Márquez en magistral artículo, cuando habla de “una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural”. Tenía razón al mencionar la mutación de las Navidades, que comenzó en América Latina más o menos en los años 60.

Recuerdo las fiestas navideñas de mi infancia como una época feliz, no solamente por mi condición de niña, sino también por el tenor de aquellas celebraciones. El árbol no se compraba. Íbamos al monte de pinares con mi padre y mi hermano y elegíamos uno lo bastante lindo. Después hundíamos una parte del tronco en el agujero superior de la quematutti de hierro y ya estaba. Más tarde rodeábamos el tronco con papel piedra y lo decorábamos. El árbol se quedaba ahí durante todo el mes de enero, hasta que perdía el verde oscuro y se tornaba de color ocre, y empezaba a perder su pinocha. Entonces lo sacábamos, lo cortábamos y lo usábamos como leña con los primeros fríos.

Como vivíamos en una chacra, nuestro consumismo era casi nulo. Se carneaba un cordero o un lechón, se traían lechugas, tomates, cebollas y perejil del huerto y nosotros nos trepábamos a los árboles frutales para bajar duraznos, higos y ciruelas. Al llegar las 12 de la noche, la oscuridad del monte circundante y el silencio del campo despedían la noche vieja y le daban la bienvenida a la verdadera Navidad.

Era lindo aquello, y se perdió. Ignoro cómo será la Navidad actual de los niños del campo, más allá de su variable condición económica, pero me consta que estas exasperadas Navidades montevideanas son crueles y tiránicas. Se han convertido, como también escribe García Márquez, en “la noche más espantosa del año. No es una noche de paz y amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere… es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan”. Pero vaya y pase con las circunstancias familiares de cada cual, que por suerte no suelen ser eternas, sino que van mutando también.

Lo peor, lo verdaderamente indignante, es la danza del consumismo, las tiendas atestadas, tomadas por asalto por ejércitos de compradores que no saben, ni ellos mismos, por qué y para qué llenan sus carros hasta las nubes. Sólo se obedece la consigna de comprar y comprar, de mostrar opulencia, abundancia, mesas que se desploman de manjares. Después, al tsunami comercial y anímico sigue el retroceso de la ola. Nos despertamos con resaca, con evidente y comprensible malhumor, con la sombra del gasto sobre nuestras conciencias, con los regalos más o menos inútiles que hemos hecho y que nos han hecho a nuestro alrededor, sus papeles abiertos y desperdigados, los moños de colores por el piso, torres de platos y de vasos sucios, y un cansancio en el alma que no obedece solamente a la noche de irracionalidad y desenfreno.

Alguien ha dicho que la Navidad vale la pena aunque más no sea por ver brillar la ilusión en los ojos de los niños. Si eso es cierto, razón de más para llamarse a reflexión. Es a ellos, a nuestros niños, a quienes estamos inculcando el terrible ritual de la locura navideña, con todo lo que eso supone.

Tal vez sea hora de respirar profundo y decidir no pisar los centros comerciales ni en sueños; no comer y beber por diez o por doce, no atiborrar el árbol de regalos comprados, mencionar poco y nada a Papá Noel y a sus secuaces del mercado, evitar los refrescos, las torres de pan dulce, de turrón y de frutas secas, las cajas de cerveza y de whisky que llegan al cielo, apelar a una región más intimista de las cosas, más casera y más sana; por nuestros niños, digo. No sea cosa que sus propios sueños de adultez se conviertan, dentro de poco tiempo, en una poderosa pesadilla viviente.

Por Marcia Collazo.

fuente  caras y caretas

El patriarcado cotiza a la baja. No porque las mujeres recién tomemos conciencia de la posición de subordinación que estamos con relación al hombre, ese camino hace años que lo venimos transitando, sino porque ahora comenzamos a trotar. Y eso se palpa hasta en las tareas cotidianas.


La revolución de 2018: Mujeres en marcha

Este año se ha caracterizado por poner en la agenda política y social la voluntad de las mujeres de terminar con el sistema patriarcal. A los ponchazos, elevando la voz o en silencio, las mujeres hemos dicho “basta” y comenzamos a trotar.

Cuento con decenas de años, tantos que puedo decir sin chance alguna a equivocarme, que estoy más cerca de la tierra que del amnios. Crecí en lo que se podría llamar “un hogar de avanzada”. Mi madre y mi padre trabajaban a la par, pero a la hora de las tareas domésticas, mi padre ayudaba. Sin embargo, mis amigos y amigas de juegos, que se escandalizaban cuando veían al hombre de la casa lavar los platos, eran los mismos que consideraban a Mafalda la capa de un grupo en el que Susanita era la tonta. ¿Acaso no estábamos cambiando nuestras cabezas cuando nos identificábamos con los personajes de Quino en aquella década del 60 y principios de los 70 de nuestra infancia?

Y seguimos avanzando. En la actual agenda de derechos ya no se acepta más que los hombres ayuden. Ahora barren, lavan el piso, hacen las camas como cualquier integrante más de la casa. Porque lo son, pero por sobre todas las cosas, porque nosotras no aceptamos el rol de sumisión del que ya salimos.

¿Que aún existe discriminación de género? Claro que sí. No es de un día para el otro que se termina con la dominación ni que la estructura vertical se transforma en horizontal. Pero hay un gran camino recorrido y no hay marcha atrás. Sólo queda seguir avanzando en todos los planos.

En el laboral, a nadie en su sano juicio se le ocurriría pedir ganar más por ser de un género u otro, no obstante, sabemos que, si el salario es mayor al laudo, la estadística marca que se le hace una mejor oferta al hombre que a la mujer; en lo político, si no hay cuota tenemos mayores posibilidades de estar destinadas a las suplencias; en lo deportivo, se le da más relevancia a lo masculino; lo mismo sucede en el arte con algunas excepciones como el ballet, lo que bien podría considerarse como una de las tantas supervivencias que, aun cuando se nieguen, subsisten. Y así se podría seguir nombrando. ¿Dónde está el mérito entonces? En que sería un escándalo aceptar que todo debería ser como antes.

Tampoco vale engañarse: en algún momento deberán reverse las estructuras jerárquicas sociales en función de clase, porque si no, todo queda en una suerte de cambio sin cimientos firmes con el peligro que eso conlleva. ¿A qué me refiero? A que las mujeres de las clases socioeconómicas dominantes tienen más derechos que sus pares de las clases socioeconómicas más bajas. Eso implica que en el cuarto y quinto quintil puede haber un patriarcado más debilitado, pero cuyo dominio impacta en los quintiles que están más abajo, creando una suerte de sumisión que se traslada de lo macro a lo micro, temiendo el macho la pérdida de poder y actuando con violencia en el afán de perpetuarlo. Eso se traduce en el aumento de los femicidios y de las mujeres en situación de vulnerabilidad, con mayor preponderancia entre las clases media baja y baja.

Esa asimetría no sólo es resultante del patriarcado, sino de la inexorable división de la sociedad en clases sociales. Obviar esa realidad podría llevar a pensar el problema de manera transversal y no de manera vertical y jerárquica. En la medida que el poder del macho se debilita en el ámbito de la pareja, el patriarcado se potencia y se traslada a los sectores socialmente más bajos con mayor virulencia. En otras palabras, la reivindicación de los derechos y de la libertad de la mujer (que en definitiva de eso se trata) son pura ilusión si partimos de la base de una supuesta “igualdad”, que no existe en la sociedad. Género y clase no son categorías independientes. Conforman una espiral en la cual una categoría no puede ser comprendida sin la otra.

Pero reinventemos el principio: las mujeres unidas cotizamos al alza. Porque aún a sabiendas de que vamos a tener bajas, gritamos: “Ni una menos”, porque somos parte activa de la construcción de nuestro presente, porque estamos escribiendo el futuro que es posible que no leamos, porque nos sobreponemos a nuestras postraciones, porque no negamos las ambiciones, porque decidimos dejar de ser invisibles, o porque, simplemente, llegó el momento de que la sociedad, sus problemas, sus goces y sus penas sean vistos con ojos de mujer. Con esa mirada se pueden descubrir aspectos de la realidad diferentes a los que se pueden percibir desde una visión patriarcal.

Sin soutien, o con él, seguimos andando.

POR ISABEL PRIETO FERNÁNDEZ

fuente  caras y caretas

Vázquez, reconoció que existe un debe del Estado para con los familiares y todos los uruguayos, respecto al destino de los detenidos desaparecidos durante la pasada dictadura cívico - militar (1973-1985), pero remarcó que el gobierno continúa comprometido con la búsqueda de la verdad.

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Vázquez fue consultado por la prensa, este lunes 26 de noviembre,  sobre la búsqueda de detenidos desaparecidos durante la pasada dictadura.

En ese marco, el mandatario reconoció que, hasta que no se conozca el destino, “hay un debe del Estado uruguayo con los familiares y con todos los uruguayos”. Pero remarcó que el gobierno “continúa comprometido” en la búsqueda de la verdad.

El máximo mandatario destacó, entre las acciones que se han implementado: “el trabajo del Grupo de Trabajo por Verdad y Justicia de Presidencia de la República, las tareas desarrolladas por la Institución Nacional de Derechos Humanos de Defensoría del Pueblo (INDDHH), y la creación de la Fiscalía Especializada en Crímenes de Lesa  Humanidad para conocer las causas penales que refieran a violaciones de derechos humanos ocurridos entre el 27 de junio de 1973 y 28 de febrero de 1985.

“A veces estas cosas llevan mucho tiempo. Estamos trabajando para que si  la información está, tome luz”, expresó el mandatario.

Tras el reciente fallecimiento de Luisa Cuesta, la organización Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos, de la cual formaba parte, lamentó que la luchadora por los derechos humanos no haya logrado conocer el paradero de su hijo Nebio Melo Cuesta, quien fue secuestrado en 1976 en Argentina y desde entonces integra la categoría de desaparecido.

Por su parte, el coordinador Ejecutivo del Observatorio Luz Ibarburu, Raúl Olivera,  dijo que “el tiempo pasa y se van muriendo los familiares y lo que perdura es la impunidad”.

“Ello es un elemento sobre el cual debería reflexionar el sistema político y judicial, desde el punto de vista de lo que realizan para que efectivamente la impunidad no continúe siendo un precio que se paga tan caro como es en el caso de Luisa y otras madres que murieron sin saber cuál era el destino de sus hijos”, expresó.

Resultados

Por otro lado, el equipo de antropología de la Facultad de Humanidades halló en 2006 en el Batallón Nº 13 de Infantería, durante el primer gobierno de Tabaré Vázquez, los restos del escribano Fernando Miranda.

También en 2006, pero en una chacra de Pando, aparecieron los restos de Ubagesner Chávez Sosa.

Mientras que los restos del maestro Julio Castro y del comerciante Ricardo Blanco Valiente fueron encontrados ambos en el Batallón 14, pero en los años 2011 y 2012 respectivamente, es decir en la administración de José Mujica.

En su momento, la Secretaria de Derechos Humanos para el Pasado Reciente de Presidencia informó son 192 las personas detenidas desaparecidas.

fuente  la red 21

Los privilegiados son analizados por personas; las masas, por máquinas” Cathy O’Neil / Experta en algoritmos La doctora en Matemáticas por la Universidad de Harvard lucha para concienciar sobre cómo el ‘big data’ “aumenta” la desigualdad

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Cathy O’Neil (Cambridge, 1972), doctora en matemáticas por la Universidad de Harvard, cambió el mundo académico por el análisis de riesgo de inversión de la banca. Pensaba que esos fondos eran neutros desde el punto de vista ético, pero su idea no tardó en derrumbarse. Se dio cuenta de “lo destructivas” que pueden ser las matemáticas, y dio un cambio radical: se sumó al grupo de banca alternativa del movimiento Occupy Wall Street —nacido en 2011 en Nueva York para protestar contra los abusos del poder financiero— y comenzó su lucha para concienciar sobre cómo el big data “aumenta” la desigualdad y “amenaza” la democracia.

La autora del libro Armas de destrucción matemática (Capitán Swing, 2017), que también asesora a startups, defiende que los algoritmos generan injusticias porque se basan en modelos matemáticos diseñados para replicar prejuicios, equivocaciones y sesgos humanos. “La crisis financiera dejó claro que las matemáticas no solo están involucradas en muchos de los problemas del mundo, sino que los agravan”, considera.

O’Neil, que participó hace unas semanas en un foro sobre el impacto de los algoritmos en las democracias, organizado por Aspen Institute España y la Fundación Telefónica, contestó a las preguntas de EL PAÍS.

Pregunta. Afirma en su libro que las matemáticas son más importantes que nunca en los asuntos humanos.

Respuesta. No creo que sean las matemáticas, sino los algoritmos. Ese es parte del problema; estamos trasladando nuestra confianza en las matemáticas a unos modelos que no entendemos cómo funcionan. Detrás, siempre hay una opinión, alguien que decide qué es importante. Si miramos las redes sociales, hay sesgos. Por ejemplo, se ordenan los contenidos en función de quién habla más en Twitter o Facebook. Eso no son matemáticas, sino discriminaciones hechas por humanos. La persona que diseña el algoritmo define qué es el éxito.

P. Detrás de los algoritmos hay matemáticos. ¿Son conscientes del sistema de sesgos que están creando?

R. No son necesariamente matemáticos, sino expertos que puedan lidiar con fórmulas lógicas y tengan conocimientos de programación, estadística o matemáticas. Saben trasladar la forma de pensar de los humanos a los sistemas de procesamiento de datos. Muchos de ellos, ganan mucho dinero con ello y aunque desde el punto de vista técnico son capaces de detectar esos fallos, prefieren no pensar en ello. En empresas como Google, hay quienes se dan cuenta, pero si manifiestan su compromiso con la justicia, los abogados de la compañía les recordarán que se deben a los accionistas. Hay que maximizar los ingresos. No hay suficientes incentivos para transformar el sistema, para hacerlo más justo. El objetivo ético no suele ir acompañado de dinero.
No necesitas formación matemática para entender que una decisión tomada por un algoritmo es injusta

P. Denuncia que los algoritmos nos son transparentes, que no rinden cuentas de su funcionamiento. ¿Cree que los Gobiernos deben regular?

R. Son opacos incluso para los que los diseñan que, en muchas ocasiones, no están lo suficientemente pagados como para entender cómo funcionan. Tampoco comprueban si cumplen con la legalidad. Los Gobiernos deben legislar y definir, por ejemplo, qué convierte a un algoritmo en racista o sexista.

P. En su libro menciona un caso de una profesora en Estados Unidos a la que echaron por decisión de un algoritmo. ¿Cree que se puede medir la calidad humana con un sistema informático?

R. El distrito escolar de Washington empezó a usar el sistema de puntuación Mathematica para identificar a los profesores menos productivos. Se despidió a 205 docentes después de que ese modelo les considerara malos profesores. Ahora mismo no podemos saber si un trabajador es eficiente con datos. El dilema si es o no un buen profesor no se puede resolver con tecnología, es un problema humano. Muchos de esos profesores no pudieron reclamar porque el secretismo sobre cómo funciona el algoritmo les quita ese derecho. Al esconder los detalles del funcionamiento, resulta más difícil cuestionar la puntuación o protestar.

P. ¿Cuál es la clave para poder hacerlo en el futuro?

R. Es un experimento complicado. Primero tiene que haber un consenso entre la comunidad educativa sobre qué elementos definen a un buen profesor. Si se quiere valorar si genera la suficiente curiosidad en el alumno como para que aprenda, ¿cuál es la mejor fórmula para medirlo? Si nos metemos en un aula y observamos, podremos determinar si el docente está incluyendo a todos los estudiantes en la conversación, o si consigue que trabajen en grupo y lleguen a conclusiones o solo hablan entre ellos en clase. Sería muy difícil programar un ordenador para que lo haga. Los expertos en datos tienen la arrogancia de creer que pueden resolver esas cuestiones. Ignoran que primero hace falta un consenso en el campo educativo. Un estúpido algoritmo no va a resolver una cuestión sobre la que nadie se pone de acuerdo.
Sería muy difícil programar un ordenador para que lo determine si un profesor hace bien su trabajo

P. ¿Las Administraciones usan cada vez más los algoritmos por la falta de perfiles suficientemente formados?

R. Por un lado, ahorran costes en personal. Pero lo más importante: evitan la rendición de cuentas. Cuando usas un algoritmo, el fracaso no es tu culpa. Es la máquina. Estuve trabajando para el Ayuntamiento de Nueva York mientras investigaba para escribir mi libro. Estaban desarrollando un sistema de ayudas para los sin techo, pero me di cuenta de que no querían mejorar sus vidas, sino no fracasar en sus políticas. Pasó lo que querían evitar: el New York Times publicó un artículo sobre la muerte de un niño como consecuencia de un fallo en esa red de ayuda. La culpa era del algoritmo, que no había calculado bien. Creo que no deberíamos dejar a las Administraciones usar algoritmos para eludir la responsabilidad.

P. El uso de algoritmos para la contratación se está extendiendo. ¿Cuáles son los perjuicios?

R. La automatización de los procesos de selección está creciendo entre el 10% y el 15% al año. En Estados Unidos, ya se utilizan con el 60% de los trabajadores potenciales. El 72% de los currículums no son analizados por personas. Los algoritmos suelen castigar a los pobres, mientras los ricos reciben un trato más personal. Por ejemplo, un bufete de abogados de renombre o un exclusivo instituto privado se basarán más en recomendaciones y entrevistas personales durante los procesos de selección que una cadena de comida rápida. Los privilegiados son analizados por personas, mientras que las masas, por máquinas.

Si quieres trabajar en un call center o de cajero, tienes que pasar un test de personalidad. Para un puesto en Goldman Sachs tienes una entrevista. Tu humanidad se tiene en cuenta para un buen trabajo. Para un empleo de sueldo bajo, eres simplemente analizado y categorizado. Una máquina te pone etiquetas.

P. ¿Cree que falta más formación en matemáticas para ser conscientes de esa manipulación?

R. Eso es ridículo. La gente tiene que entender que es un problema de control político. Hay que ignorar la parte matemática y exigir derechos. No necesitas formación matemática para comprender qué es injusto. Un algoritmo es el resultado de un proceso de toma de decisiones. Si te despiden porque así lo ha determinado un algoritmo, tienes que exigir una explicación. Eso es lo que tiene que cambiar.

P. ¿En qué otros aspectos están perjudicando los algoritmos los derechos laborales?

R. Hay un fenómeno que se conoce como clopenning (en español, cerrar y abrir al mismo tiempo). Son horarios irregulares que, cada vez, afectan a más empleados con salarios bajos. Esos calendarios son el resultado de la economía de los datos, son algoritmos diseñados para generar eficiencia, que tratan a los trabajadores como meros engranajes. Según datos del Gobierno de Estados Unidos, a dos tercios de los trabajadores del sector servicios y a más del 50% de los dependientes se les informa de su horario laboral con una semana o menos de antelación.
Esta es una de las situaciones extremas que provoca el uso de algoritmos en el ámbito laboral. Hay una ley que estipula que si trabajas al menos 35 horas a la semana, se te deben dar beneficios. Pues hay un algoritmo que se asegura de que ningún empleado haga más de 34 horas. Como no hay ninguna ley que determine que debes trabajar el mismo horario todos los días, el algoritmo no se preocupa de tu vida, y te asigna las horas de trabajo en función de las necesidades de la empresa. Si se prevé un día de lluvia, aumentan las ventas, y cambian los turnos. Hasta el último minuto no deciden. Esas personas no conocen su horario con antelación, no pueden organizar su tiempo libre, estudiar o cuidar de sus hijos. Su calidad de vida se deteriora, y los ordenadores son ciegos a eso. La regulación gubernamental es la única solución.

fuente   Red Filosófica del Uruguay
Un espacio para la reflexión

“No hay salida del nazismo global” Entrevista al filósofo italiano Franco Berardi

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Para Berardi, las personas resignaron su capacidad para pensar y sentir y, mientras la falta de diálogo impide la organización, nuevos gobiernos represivos controlan todo sin necesidad de recurrir a ejércitos. “Hoy no nos relacionamos”, asegura.

Por Pablo Esteban

El filósofo Franco “Bifo” Berardi tiene la sonrisa fácil. Es profesor de la Universidad de Bologna desde hace mucho tiempo pero antes, cuando solo tenía 18 años, participó de las revueltas juveniles del 68’, se hizo amigo de Félix Guattari, frecuentó a Michel Foucault, ocupó universidades y fue feliz. Hoy asegura que esa posibilidad fue clausurada: los humanos ya no imaginan, no sienten, no hacen silencio, no reflexionan ni se aburren. Los cuerpos no se comunican y, por tanto, conocer el mundo se vuelve un horizonte imposible. Frente a una realidad atravesada por la emergencia de regímenes fascistas –enmascarados con globos, pochoclos y dientes brillantes– los ciudadanos protagonizan una sociedad violenta, caracterizada por la “epidemia de la descortesía”. Fundó revistas, creó radios alternativas y señales de TV comunitarias, publicó libros entre los que se destacan, “La fábrica de infelicidad” (2000), “Después del futuro” (2014) y Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva (2017). En esta oportunidad plantea cómo sobrevivir en un escenario de fascismo emergente, de vértigo y agresividad a la orden del día.

–A menudo plantea la frase: “El capitalismo está muerto pero seguimos viviendo al interior del cadáver”. ¿Qué quiere decir con ello?

–La vitalidad y la energía innovadora que el capitalismo tenía hasta la mitad del siglo XX se acabó. Hoy se ha transformado en un sistema esencialmente abstracto, los procesos de financierización de la economía son los que dominan la escena y la producción útil ha sido reemplazada. En la medida en que no se podía pensar el valor de cambio sin primero recaer en el valor de uso, siempre creímos que el capitalismo era muy malo pero promovía el progreso. Hoy, por el contrario, no produce nada útil sino que solo se acumula y acumula valor.

–¿Por qué no nos relacionamos?

–La abstracción de la comunicación ha producido un proyecto de intercambio de signos financieros digitales que, por supuesto, no requiere de la presencia de personas para poder efectuarse. Los cuerpos se aíslan: cuánto más conectados menos comunicados estamos. Me refiero a una crítica al progreso que ya se ha discutido tenazmente con Theodor Adorno y Max Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración. En la introducción del libro señalan que el pensamiento crítico y la democracia firman su condena a muerte si no logran comprender las consecuencias tenebrosas de la ilustración. Si no entendemos que la mayoría de la población reacciona de una manera miedosa al cambio todo terminará muy mal.

–¿En qué sentido?

–Creíamos que Adolf Hitler había perdido y no es verdad. Perdió una batalla, pero todavía gana sus guerras. Los líderes Rodrigo Duterte (Filipinas), Jair Bolsonaro, Donald Trump, Matteo Salvini (Italia) y Víktor Orbán (Hungría) representan los signos de un nazismo emergente y triunfante en todo el mundo.

–¿Por qué se vive con tanta violencia y agresividad?

–Puedo responderte con la reproducción de una frase que leí en el blog de un joven de 19 años: “Desde mi nacimiento he interactuado con entidades automáticas y nunca con cuerpos humanos. Ahora que estoy en mi juventud, la sociedad me dice que tengo que tener sexo con personas, las cuales son menos interesantes y mucho más brutales que las entidades virtuales”. Esto quiere decir que al relacionarnos –cada vez más– con autómatas perdemos la expertise, la capacidad de lidiar con la ambigüedad de los seres humanos y nos volvemos brutales. En efecto, miramos con mejores ojos a las máquinas. La violencia sexual es la falta de aptitud del sexo para poder hablar. De hecho, vivimos hablando de sexo, pero el sexo no habla. No logramos comprender el placer del deseo del cortejo, de la ironía, de la seducción y, en este sentido, lo único que queda cuando rascamos el fondo del tarro es la violencia, la apropiación brutal del otro.

–Si la capacidad emotiva se ha perdido y la de razonar se está desvaneciendo, ¿qué nos queda como Humanidad?

–No hay salida del nazismo global. Lo único que queda como respuesta es el trauma, a partir de la readaptación del cerebro colectivo. El problema fundamental no es político, sino cognoscitivo: la victoria de Bolsonaro no representa solo una desgracia para el pueblo brasileño, pues, también es una declaración de muerte para los pulmones de la Humanidad. Te lo digo como asmático: la destrucción de la Amazonia que se está preparando implica una verdadera catástrofe. Mientras que el final de nuestros recursos se aproxima, la evolución del conocimiento social, algunas veces, demanda dos o más siglos.

–Si ya no podemos imaginar, será imposible construir futuros.

–Por supuesto, si no imaginamos no podemos actuar. La imaginación depende de lo que conocemos, de nuestras trayectorias y experiencias y, sobre todo, de nuestra percepción empática del ambiente y del cuerpo ajeno. Ya no vivimos emocionalmente de manera solidaria. Los jóvenes hoy están solos, muy solos. Necesitamos construir un movimiento erótico para curar al cerebro colectivo. Se trata de volver a unificar al cuerpo y al cerebro, a la emoción y al entendimiento. Desde aquí, #NiUnaMenos es la única experiencia mundial que, desde mi perspectiva, recupera estos vínculos. Debemos aprender de este fenómeno y extenderlo a otras áreas, recuperar derechos, volver a vivir la vida.

fuente   Red Filosófica del Uruguay